La vida de Riego, llamado El Héroe de las Cabezas por haberse rebelado al frente de sus tropas en Cabezas de San Juan (Sevilla) para imponer la vuelta a la Constitución de 1812, abolida por Fernando VII, es romántica, liberal, aventurera, heroica, desdichada y trágica. Riego ha sido uno de los grandes mitos de los españoles de los dos últimos siglos como mártir de la libertad. Y en efecto, lo fue. Pero a pesar de existir muchos libros sobre él y del avance documental de Gil Novales, todavía no tenemos una buena biografía de este hombre cuya vida supera la novela. Tuvo, en cambio, cancionero y romancero propios, como buen héroe español, y su nombre designa al único himno nacional que ha sustituido a la Marcha Real. El Himno de Riego, como los romances a él dedicados, participa de la pedregosa retórica que desde Quintana asoló nuestra poesía, pero también posee una fresca ingenuidad, una vivacidad que hace gentil y melancólica su evocación:
«Soldados, la Patria
nos llama a la lid.
Juremos por ella
vencer o morir».
Nació Rafael del Riego Flórez el 9 de abril de 1784 en una pequeña aldea llamada Tuña, que pertenecía al municipio asturiano de Cangas de Tineo, hoy Cangas del Narcea. Su familia era de nobles apellidos y escasos recursos, aunque en ella la afición literaria del padre, don Eugenio, administrador de Correos, había reunido una respetable biblioteca y rendía culto al Arte y a Las Luces. Rafael estudió en Oviedo y en 1807 llegó a Madrid para ingresar en la prestigiosa y alborotadora compañía de los Guardias de Corps.
En abril de 1808, pocos días antes de que empezase la Guerra de la Independencia, es detenido por el Ejército francés de Murat en El Escorial y encarcelado. Consigue huir y marcha a pie camino de Asturias, donde su padre forma parte de la Junta Suprema, pero es detenido por unos campesinos leoneses y está a punto de ser fusilado como agente francés. Cuando todo queda claro, se une a las tropas que combaten a los franceses en campo abierto y se distingue en la batalla de Espinosa de los Monteros, pero es capturado allí mismo el 13 de noviembre y enviado a Francia como prisionero. Deambula por muchas cárceles francesas y en 1814, tras pasar por Inglaterra y Holanda, vuelve a España por La Coruña y jura la Constitución ante Lacy.
No hay muchas noticias sobre sus actividades durante los seis años de reacción absolutista, pero cabe suponer que se afilió entonces a la masonería. Cuando lo destinan al Regimiento Asturias, Riego se encuentra con el escándalo de la flota rusa de barcos podridos, comprada directamente por Fernando VII al zar sin dar cuenta a sus ministros.
Durante meses, los soldados acarreados a la fuerza deambulan entre la juerga y las enfermedades mientras los oficiales reciben la visita de los conspiradores masónicos. La casa de Istúriz era el centro del llamado Taller Sublime, coordinador de la rebelión, y los dos hombres que recorrían los regimientoS convenciendo o comprando oficiales eran Alcalá Galiano y Mendizábal. Pero el fusilamiento de Torrijos en la intentona anterior había desmoralizado a los rebeldes y la detención de Quiroga terminó de descabezar el proyecto. El 1 de enero de 1820 se produce la sublevación de Riego. Lo importante del alzamiento es que no espera el discurso de Alcalá Galiano, como Quiroga, sino que por su cuenta proclama la Constitución del 12. No todos los conjurados querían hacerlo. Buscaban cambiar el Gobierno y obligar a Fernando VII a reinar de otra manera, pero temían alumbrar un movimiento extremoso que, sin apoyo popular, diera lugar después al pendulazo absolutista. Riego trata de sublevar Córdoba, Málaga y Algeciras. El encargado de detenerlo, O'Donnell, no tiene ganas. Se produce entonces el curioso espectáculo de que ambas fuerzas maniobren a la vista sin combatir. Riego ordena formación de combate, pero no ataca y O'Donnell, tampoco. Los soldados rebeldes empiezan a desertar en masa. El calor revolucionario es de un frío polar.
El Gobierno absolutista tampoco despertaba entusiasmos. Disturbios en Madrid, Zaragoza o Barcelona y, sobre todo, el alzamiento militar en Galicia minan la resistencia del Felón, que acaba firmando el famoso Manifiesto a la Nación Española, que concluye: «Marchemos todos, y Yo el primero, por la senda constitucional».
Comienza la apoteosis de Riego. El nuevo Gobierno lo nombra Mariscal de Campo y Capitán General de Galicia, pero no se resigna a la milicia. Viaja a Madrid en el verano de 1820 como caudillo popular.
Agasajado en La Fontana de Oro, apoyado por las nacientes Sociedades Patrióticas, tertulias políticas convertidas en poderes paralelos e incontrolados, un Riego enfebrecido canta en el Teatro del Príncipe el Trágala, versión política de la zafia y feroz copla gaditana Trágala, perro:
«Trágala, trágala,
vil servillón,
Trágala, trágala,
la Constitución».
Quizás en ese momento se decide la división del liberalismo español. Exaltados y moderados riñen mientras los absolutistas conspiran. Riego, relegado a Asturias, vuelve como Capitán General de Aragón, pero hace campaña a favor de los exaltados y es destituido.
Diputado por Asturias, en marzo de 1822 es elegido presidente de las Cortes, que un mes después declaran el Himno de Riego, realmente obra de su compañero Evaristo San Miguel, Marcha Nacional. Es un signo del partidismo que presidió la actuación de Riego frente a Fernando VII. El Rey se apoyó en liberales como Martínez de la Rosa para compensar el poder exaltado de las Cortes.
Cuando en 1823 irrumpe en España el Ejército francés de los Cien mil hijos de San Luis, Riego participa en la deposición temporal de Fernando VII y toma de nuevo la espada como jefe del Tercer Ejército. El masón comunero Ballesteros lo traiciona y es detenido en las Anquillas (Jaén). Juzgado en Madrid, fue condenado a la horca y descuartizamiento posterior, que quizá sólo se dio en la sentencia, pero que muestra el estilo del Rey Felón. Su ejecución en la Plaza de la Cebada se convirtió en un símbolo de la represión absolutista de la Ominosa Década (1823-1833) que hizo de Riego un mártir y un mito en España y en toda Europa. Su himno, reimplantado en la II República, siguió siendo una bandera sólo a medias nacional.