Carlos Sabino

Los dilemas de una Constitución

Lo más difícil era poder combinar, con mesura, los deseos renovados de libertad con la impronta de tres siglos de absolutismo, el peso de las fuerzas tradicionalistas y el centralismo de una monarquía que sentía derivar su poder del mismo Dios.

Acosados por la artillería francesa –que no podía derrotarlos pero que los tenía virtualmente prisioneros en Cádiz– delegados de todas las regiones del vasto dominio español lograron aprobar, el 19 de marzo de 1812, un documento imperecedero y singular: una Constitución liberal en un reino absolutista, un monumento al equilibrio político que, ajeno a los extremismos de la hora, todavía suscita la admiración de quienes lo leen.

La tarea no era sencilla, desde luego. En primer lugar –lo más obvio– porque nadie sabía cuándo y cómo podía ponerse en práctica el largo texto que, en artículos bien trabados, diseñaba una nueva España, crisol de tradiciones y de sueños. La península estaba invadida, se luchaba contra el invasor y el rey, lejano, estaba sometido al cautiverio. Pero esta no era, por cierto, la principal dificultad que se afrontaba en la hora. Lo más difícil era poder combinar, con mesura, los deseos renovados de libertad de la mayoría de los constituyentes con la impronta de tres siglos de absolutismo, el peso de las fuerzas que no entendían otro modo de gobernar que el de los déspotas –más o menos ilustrados– y el centralismo de una monarquía que sentía derivar su poder del mismo Dios.

Y había, además, otra fuente de tensión, otro tema candente que los delegados no podían evadir: las ansias de autonomía de esos vastos territorios ultramarinos, no propiamente colonias ni tampoco provincias iguales a las de la Península, pero españolas también, aunque peculiares en su modo de ser, su estatuto jurídico y la composición de sus gentes. No podía desmembrarse así como así ese inmenso imperio, en el que todavía no se ponía el sol, pero tampoco era posible ignorar por más tiempo las inquietudes de quienes ya estaban formando juntas de gobierno y, de hecho, esbozaban desde 1810 la existencia de entidades políticas más o menos independientes.

La Pepa logró equilibrar todas estas contrapuestas ideas en sus 384 artículos con una sabiduría que es raro encontrar en la labor de cuerpos colegiados. El crucial tema de la soberanía se resolvió anotando que Fernando VII era rey "por la gracia de Dios y la Constitución de la Monarquía española", en un doble reconocimiento que negaba el absolutismo, pero dejaba al Borbón con la apelación al derecho divino a la que no hubiese podido renunciar. Se establecía un régimen parlamentario de base democrática, propio del pensamiento liberal, pero se dejaban suficientes prerrogativas al rey en materia de decisiones ejecutivas y se proyectaba un régimen electoral indirecto, de varias etapas, que podría moderar los ímpetus revolucionarios de los demócratas de aquel tiempo. A tono con lo que hoy llamamos liberalismo, se eliminaba por completo el trato discriminatorio de los indígenas de América y se proclamaba la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley, la libertad de prensa y el fin de la Inquisición. Pero se reconocía, de todos modos, el papel privilegiado de la Iglesia Católica en un reino que no estaba preparado aún para la irrestricta libertad de cultos.

La constitución de 1812, por su moderación, por su equilibrio, podría haber sido el marco jurídico apropiado para un reino complejo, que anhelaba la libertad pero quería evitar los abismos de intolerancia en los que, dieciocho años antes, habían caído los revolucionarios franceses. No pudo hacerlo –y eso es de lamentar– porque su texto quedó ahogado en el fragor de la historia, que es resumen de las pasiones humanas y nunca funciona con la lógica límpida de los teoremas.

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