Cuando la Libertad subió al cadalso en Granada, el 26 de mayo de 1831, llevaba un vestido de percal azul con flores de azucena color caña, medias grises y zapatos de tafilete negros; tenía los ojos muy azules y la piel muy blanca; el pelo rubio, generalmente recogido en peina, caía ahora suelto sobre los hombros y el pecho; contaba 26 años y se llamaba Mariana, Rafaela, Gila, Judas Tadea, Francisca de Paula, Benita, Bernarda, Cecilia de Pineda Muñoz. Desde aquel día se le llamó sólo Mariana Pineda y su nombre se convirtió en leyenda. Es la más famosa de las heroínas liberales, y casi un siglo después, Federico García Lorca, otro granadino emplazado por la tragedia, llevó la leyenda al teatro y la hizo universal. De niño, jugando al corro, había oído cantar el romance de la belleza que, para serlo siempre, tiene que morir injustamente y en plena juventud. Jamás lo pudo olvidar. La vida de Mariana estuvo marcada desde antes de su nacimiento por el azar, la pasión y la desgracia. Su padre fue un marino de buena cuna y mala salud, capaz de sobrevivir a los ingleses y a los piratas, pero que en el otoño de su vida, cuando iba a Lucena a vender sus tierras para vivir de rentas, cayó perdidamente enamorado de una joven de humilde origen y soberbia belleza llamada María Dolores Muñoz.
Don Mariano de Pineda y Ramírez, capitán de navío retirado, había nacido el 1754, en Guatemala. Treinta años le llevaba a María Dolores, con la que huyó a Sevilla. Allí nació su hija Luisa Rafaela, pero no llegaron a casarse por las diferencias sociales y tal vez por presiones familiares. Acabaron instalándose en Granada, en una casa de la Carrera del Darro, en 1803. Allí murió Luisa y nació Mariana, nuestra heroína, el 1 de septiembre de 1804.
La pareja duró poco. María Dolores se fue con otro hombre y el moribundo señor Pineda, que le había concedido la custodia legal de la niña y adjuntado su herencia, salió trabajosamente del lecho para reclamar su custodia y volvió a morirse. La madre se desvaneció y Mariana quedó bajo la tutoría de su tío José, solterón, achacoso y ciego. Pero una arpía astutísima de la familia, Tomasa Salazar, lo casó con una hija suya, Tomasita Guiral, y el ciego debió entregar a Mariana al cuidado de don José de Mesa y doña Ursula de la Presa.
Tras recibir una educación esmerada según las costumbres de la época, se convirtió en una de las jóvenes más bellas de Granada. Y no sólo enamoraba a quienes la veían sino que, en lo tocante a efectos, era de rompe y rasga. A los 14 años, conoció a un militar retirado y con malísima salud llamado Manuel de Peralta, del que, hija al cabo de su padre, se enamoró. Casaron al año siguiente y con gran prisa, ahorrando amonestaciones: la boda fue el 9 de octubre de 1819 y el 31 de marzo de 1820 tuvo Mariana su primer hijo. Dos años después, Peralta dejó este perro mundo y convirtió a Mariana en la viudita más bella de Granada.
Se supone que ese breve marido le ayudó por también a concebir una pasión sincerísima por las ideas liberales, que reinaban en buena parte de la oficialidad, pero su muerte coincidió con la segunda de las libertades constitucionales a manos de Fernando VII, personaje al que compararlo con las ratas sería un insulto a los roedores. Nacía la Ominosa Década, en la que el Trono y la alcantarilla se igualaron bastante. Verdugos, espías y traidores vivieron tiempos de prosperidad. También florecían en salones nobilísimos como el de los Condes de Teba, los padres de Eugenia de Montijo, desterrados de Galicia por liberales y que en Granada daban albergue a los enemigos del absolutismo. Entre ellos destacaba la hermosa viuda y de ella se enamoró perdidamente un joven que, andando el tiempo, sería ministro de Hacienda y uno de los hombres más ricos de España: el Marqués de Salamanca.
Pero Mariana no le correspondió. Según ha averiguado su minuciosa biógrafa Antonina Rodrigo, prefirió a otro militar liberal, asiduo de la casa de los Montijo, llamado Casimiro Brodett. Se dieron palabra de matrimonio, pero él no logró su purificación política para licenciarse y la boda se frustró, no sabemos por qué. Murió 11 años después, en el campo de batalla, sin haberse casado nunca. Mariana volvió a Granada en 1827 y continuó su carrera de conspiradora, siendo procesada por primera vez tras la delación de Romero de Tejada en su prisión malagueña. Salió indemne de milagro.
En 1828, el comandante Fernando Álvarez de Sotomayor (sobrino del célebre cura liberal García de la Serrana, tío de Peralta y, por tanto, primo de Mariana) fue condenado a muerte por colaborar en el fracasado alzamiento de los ejércitos de Andalucía contra Fernando VII.
Mariana, que tenía permiso para visitar diariamente a su tío el cura consiguió introducir, prenda a prenda, un hábito completo de fraile y unas barbas postizas en la celda de don Fernando, que salió tranquilamente de la cárcel por la única puerta que había, a la vista de todos.
Liberales y absolutistas quedaron convencidos de que Mariana era la artífice de la fuga del condenado y aunque Pedrosa, alcalde del Crimen de la Real Chancillería, no pudo contra ella, se la guardó.
Mariana había conocido a otro hombre, Manuel Peña y Aguayo, astuto y cobardón que muchos años después llegó también a ministro de Hacienda de Isabel II. Tuvo con él una hija que Peña sólo reconoció en su testamento. Así vivió Mariana con su madre adoptiva, doña Ursula, viuda de Mesa, y sus hijos José María y Luisa, empeñada en diversos pleitos para recuperar algo de la herencia de su padre y de su tutor don José. Pero dedicaba lo mejor de su tiempo a la conspiración, entre asonada y asonada.
En una de éstas, fraguada como siempre en Gibraltar, se le encargó un estandarte con el lema Libertad, Igualdad y Ley. Compró para ello un tafetán morado en cuyo centro cosió un triángulo verde. Estos eran los colores del Oriente masónico, así que no se trataba de una bandera nacional como quiso luego la leyenda, aunque su sentido político sea el mismo.
Como ella sabía coser pero no bordar, encargó las letras y la labor a dos criadas, y ése fue el pórtico de su ruina. Cierto clérigo liberal tenía relaciones con una de las criadas y vio el bordado en cuestión. Víctima de la devoción filial, advirtió a su padre, un doctor llamado Julián Herrera, realista furibundo, que moderase sus ímpetus absolutistas porque la revolución era inminente. El padre sonsacó al hijo y se fue a denunciar el caso.
Pedrosa vio llegada su oportunidad y arregló las cosas de modo que devolvieran el bordado a casa de Mariana e inmediatamente entrase la policía para incautarse de la prueba del delito, como en efecto sucedió. Mientras se armaba el proceso, fue Mariana arrestada en su domicilio junto a doña Úrsula y sus criadas.
Entonces debió ser cuando Pedrosa, enamorado de Mariana o confundido por su libertad sentimental, se atrevió a pretenderla, pero sus insinuaciones fueron contestadas como sus averiguaciones, con silencioso desdén. Mariana se negaba a decir una palabra. Luego cayó o se fingió enferma y al poco trató de escapar disfrazada de vieja. Casi lo había conseguido cuando la atrapó su único guardián, que la encerró de nuevo.
Pedrosa la envió entonces al Beaterio de Santa María Egipcíaca, Un convento en funciones de cárcel creado para rehabilitar prostitutas y que acabó albergando a mujeres condenadas por delitos comunes o políticos. El trato era excelente por parte de las monjas pero los interrogatorios eran cada vez más largos y apremiantes. Pedrosa decidió llevar la situación al límite y sugirió al fiscal Andrés Oller, conocido liberal granadino, que sólo conservaría su puesto si pedía la pena de muerte contra su vieja amiga Mariana.
La condena siguió su trámite y llegó a la corte. Calomarde lo trasladó a la instancia superior de Justicia, que encontró la sentencia de muerte «justa y arreglada a la ley». Faltaba la firma real, que naturalmente Fernando VII se apresuró a estampar, indicando el garrote como medio de ejecución. Pedrosa, ya con la condena en la mano, trató de forzar la voluntad de Mariana, pero ella se negó a delatar. Sólo habían pasado dos meses desde su arresto cuando llegó la fecha de su ejecución.
La víspera, serena, escribió un testamento que el escribano no pudo pergeñar por impedírselo las lágrimas. En otra carta explicó a sus hijos que moría dignamente por la Libertad y la Patria. Antes de acostarse para su última noche, que fue de sueño breve y sereno, tuvo un rasgo que retrata su personalidad. Debían cambiarle el vestido por si tenía algún veneno y también quitarle las ligas para evitar que pudiera ahorcarse con ellas. Mariana aceptó el cambio de vestido si, tras su muerte, lo picaban con unas tijeras para evitar que desnudaran el cadáver; pero no transigió con las ligas: «Eso, no. Jamás consentiré ir al patíbulo con las medias caídas» Así subió la Libertad al cadalso el 26 de mayo de 1831, en Granada. Nunca se la ha visto más hermosa.