Lo que guardamos de Miguel Ángel
Rosa Díez González, Eurodiputada del PSOE



Los acontecimientos que verdaderamente han marcado tu vida son aquellos que permanecen nítidamente en tu recuerdo a pesar del paso del tiempo: recuerdas donde estabas, con quien, lo que pensaste, si era de día o de noche, quien te dio la noticia, la ropa que llevabas, qué estabas haciendo o diciendo en ese momento…

El día que secuestraron a Miguel Ángel Blanco yo estaba en Israel. Como Consejera de Comercio del Gobierno Vasco había viajado a ese país acompañada por un reducido grupo de empresarios y representantes de los parques Tecnológicos Vascos con el objetivo de fomentar las relaciones dentro de ese dinámico sector.

Era por la tarde, tarde noche, cuando nos llegó la noticia del secuestro. Estábamos todos en la Embajada de España en Jerusalem, acompañados por nuestros correligionarios israelitas, tras un par de días de trabajo y contactos. Estábamos en el jardín, tomando un aperitivo cuando me llamó por teléfono una Directora del Departamento que se había quedado en el País Vasco:

-Rosa, ETA ha secuestrado a un concejal del Partido Popular de Ermua…, no te hemos podido localizar hasta ahora…
-¿Qué? ¿A quien…?
-Se llama Miguel Ángel Blanco, Nico dice que le conoce, que es muy joven… Dicen que le matarán si el Gobierno no cede con los presos… Está saliendo la gente a la calle, por toda España…

Así entramos en contacto con el drama. Luego vendrían las imágenes de televisión, los comentarios incrédulos, la espera… Siempre pensé que le iban a matar; nunca tuve la menor duda de que ETA lo tenía decidido desde el primer momento; que ETA sabía que ningún gobierno decente puede ceder a un chantaje; siempre pensé que era un asesinato calculado, con más dosis de maldad y crueldad precisamente para hacernos más daño, para provocar el desestimiento.

Recuerdo aquellos días, la sensación de impotencia, de rabia de dolor… sólo mitigada por una reacción ciudadana que nos parecía impensable, que nos reconciliaba con los ciudadanos de toda España, con los mejores sentimientos de la gente. Pero la sensación de rabia e impotencia estaban por encima de todas las demás; recuerdo el dolor por la injusticia, las imágenes de Miguel Ángel, las primeras que veíamos quienes no le conocíamos –y muy poca gente le conocía—allí, sentado en el salón de plenos del Ayuntamiento, diciendo unas breves frases… “Un niño”, pensé,” es un niño…”

Y su imagen cuando entró prácticamente muerto en el hospital de San Sebastián…la desolación en los rostros de la gente que en la calle esperaba la noticia, la enorme tristeza…

Sí, también recuerdo el surgimiento del Espíritu de Ermua, la explosión de civismo que se rebeló contra los monstruos terroristas, contra los cómplices, contra los silenciosos… Aquello marcó un antes y un después en la lucha contra ETA: supimos que la gente no era insensible ante el dolor y la crueldad, que se podía rebelar, que no todo estaba perdido. Recuerdo que la gente empezó a salir en los pueblos: veinte, treinta, cien personas en la plaza del pueblo, a la vista de los vecinos, entre los que sabíamos estaban los chivatos. Recuerdo que pensé: “A esta gente no la mete en casa ya ni Dios…”. Y que me pareció que más allá de la emoción que nos producía ver a los centenares de miles de ciudadanos por las calles de las ciudades de toda España, la verdadera revolución estaba protagonizada por esos ciudadanos que decidieron perder el anonimato ante sus vecinos, que decidieron hacer un ejercicio de civismo y de valor, que decidieron hacerle frente al terror.

¿Qué es lo que queda de entonces? Queda que sabemos que la gente sigue estando ahí, dispuesta a salir, a sumarse a la resistencia frente al totalitarismo, a resistir las coacciones, a reaccionar ante la injusticia. Queda que sabemos que en España hay muchos ciudadanos anónimos capaces de tomar el relevo cuando sea preciso. Queda que sabemos –aunque vivimos tiempos muy difíciles—que algún día seremos capaces de volver a unirnos contra los terroristas, contra sus cómplices, contra sus protectores. Queda la confianza en nosotros mismos, en nuestras fuerzas, en la razón de nuestros ideales. Queda que sabemos --porque existen centenares de miles de ciudadanos anónimos que siguen siendo capaces de movilizarse--, que sigue habiendo razones para luchar.

Hay razones morales, de principio, de justicia; porque luchar por la libertad siempre merece la pena. Y existen también otras razones que tienen nombre y apellidos: se llaman Miguel Ángel, Joxeba, Luís, Antonio, Pilar, Fernando, Irene…. A ellos les quitaron la vida porque eran un estorbo para la sociedad totalitaria que ETA quiere construir; y también les asesinaron porque eran nuestros escudos, porque estaban en primera línea defendiendo la libertad de todos nosotros. ETA les asesinó para amedrentarnos a toso, para que desistiéramos; por eso ellos son nuestras razones para seguir. Ellos y nuestros hijos, a los que lo único que les podemos dejar que merezca la pena es una sociedad en libertad.

Ójala Miguel Ángel pueda saber, diez años después y allá donde esté, que muchos jóvenes como él han tomado, en su nombre, el relevo. Mientras le recordemos, estará vivo. Y no le olvidaremos nunca.






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