No se frote los ojos, es cierto. La historia de este bucarestino de fe mosaica la cuenta el cronista de la judería rumana Marius Mircu en un libro titulado Filantropía, un cementerio lleno de vida. Sorprendido por esta coincidencia digna del más irreverente humor negro, Mircu rastreó en los archivos y descubrió que nuestro Adolf Hitler de Bucarest tenía un taller y una tienda de sombreros en la calle Real de la capital y era originario de Rumanía.
El sombrerero Adolf Hitler se fue de este mundo antes de que el nazismo se abatiera sobre el continente, pero tener el mismo nombre que el "Führer" perturbaría por décadas la paz de su memoria. En plena II Guerra Mundial, un empleado del cementerio reparó por casualidad en la inscripción de aquella piedra que aparentemente no tenía nada de especial.
Con la Rumanía del Mariscal Ion Antonescu de parte de Alemania en la guerra y en medio de la efervescencia del movimiento fascista legionario, los judíos eran despojados de sus derechos civiles cuando no asesinados en brutales pogromos más o menos organizados u oficiales.
Sirva como ejemplo de los riesgos que corrían los judíos de Bucarest la matanza de la Rebelión legionaria de enero de 1941, cuando decenas de hebreos fueron llevados a un matadero, colgados de los ganchos para los animales y mutilados. En este clima de terror, relata Mircu, el descubrimiento produjo un gran nerviosismo entre los enterados, que se apresuraron a destruir el texto en rumano con el nombre de Hitler.
De llegar a oídos de las autoridades filonazis rumanas, de los legionarios o de la representación alemana en Rumanía bien podrían considerarlo una provocación. Tuvieron que pasar más de cuarenta años para que el recuerdo del Hitler hebreo volviera a ser honrado a la vista de todos.
"La reparación se produjo en 1987, por iniciativa del Jefe Rabino Moses Rozen", cuenta a EFE el ingeniero judío Iosif Cotnareanu, que trabajó en el equipo que reconstruyó el monumento. "Fue un acto de justicia, porque este hombre no tenía ninguna culpa de tener el nombre que tenía", recuerda. Cotnareanu llevaba entonces dos años jubilado, y contribuía a la buena salud de la comunidad aportando su experiencia como especialista en trabajos sobre piedra.
"El monumento (funerario) no fue reconstruido exactamente como estaba, sino en otro estilo más habitual en los años 80. Sin embargo se respetó fielmente la inscripción", dice el ingeniero que coordinó los trabajos. Como casi todos los cientos de miles de judíos que hicieron de las comunidades rumanas unas de las más vibrantes y numerosas del mundo, los herederos del comerciante de la calle Real ya no viven en Rumanía.
Morirían bajo la bota del antisemitismo en la década de 1930 o 1940 o emigrarían a Israel, a EEUU, a Francia o Alemania, Australia, incluso a Hong Kong, porque han llegado a venir de Hong Kong a dejar flores en la tumba, comenta con tristeza un empleado judío del cementerio. Nadie lleva flores hoy a la tumba de Adolf Hitler en el cementerio de la Filantropía, dónde sólo unos cuantos curiosos y algún periodista interrumpen su sueño eterno entre el verde apacible del camposanto.
El sombrerero Adolf Hitler, que como documenta Mircu hizo publicidad de su negocio en un periódico yidish de su época, jamás habría pensado que regresaría a la prensa por razones tan distintas.