Ya lo hizo en La Monumental de Barcelona el domingo. Serafín Marín salió al ruedo venteño envuelto en la bandera catalana y tocado con una barretina. Pretendía así reivindicar su catalanidad y, por ende, la de la Fiesta. Pero, sobre todo, era un alegato en defensa de la libertad de ir a las toros, amenazada en esa región por los envites prohibicionistas alentados por el nacionalismo.
A priori parece fácil de entender y uno esperaba que fuese acogido con una sonora ovación. Si bien parte de la plaza aplaudió el gesto, algunos hasta se pusieron en pie, hubo a quien no le gustó y dedicó pitos y abucheos al torero catalán. Como siempre que hay división de opiniones, quienes protestaban al oír los aplausos pitaban con más fuerza y quienes aplaudían al ver los abucheos daban palmas con más energía, si cabe. Los indecisos, ante el lío, prefieren quedarse al margen.
La interpretación benévola es que la desaprobación se debe a la incomprensión y a una mala interpretación del gesto como una reivindicación nacionalista. Cierto es que, también en los toros, hay gente muy tonta y todo es posible.
Sin embargo, uno estaba en Las Ventas y tiene otra sensación. Hubo quien sí lo entendió y no le gustó. En esta Nación tan emponzoñada hay un más que comprensible hartazgo con todo lo que tenga que ver con el nacionalismo catalán. Por lo que se comentaba en la plaza, después de tantos años soportando la matraca nacionalista cunde la actitud de no querer saber nada del tema, aun reconociendo la buena intención del torero catalán. Una señora próxima a mi localidad lo resumía así: "¡Qué hagan lo que quieran los catalanes, ya está bien, que nos dejen en paz!"
Otro vecino de asiento, veterano abonado y respetuoso donde los haya, me comentaba por lo bajini que los toros no son lugar para estas cosas. El rito tiene sus reglas y deben ser respetadas. Claro que con lo que vemos cada día en la plaza sorprende tanto rigor para un gesto que, al cabo, sólo pretendía reivindicar para otros la libertad que los aficionados madrileños disfrutamos.