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DISCURSO ÍNTEGRO DE AZNAR

A continuación reproducimos de manera íntegra el discurso de José María Aznar.

“Para mí es una gran satisfacción poder participar en este acto de presentación del libro de mi amigo Marcello Pera que lleva por título ¿Por qué debemos considerarnos cristianos? Un alegato liberal.

Conozco hace tiempo al profesor Pera y he tenido la fortuna de seguir su obra y de conversar con él en varias ocasiones. Cualquiera que conozca su trayectoria sabe que Marcello Pera es una de las referencias intelectuales esenciales de nuestro tiempo y que sus tesis sobre la crisis moral de Occidente y, específicamente, de Europa, constituyen una de las aportaciones más estimulantes al pensamiento político y social contemporáneo.

Nadie debe dejarse engañar por las apariencias. Ésta no es una obra sobre religión, aunque la religión está muy presente en ella. Es más bien una obra sobre las implicaciones políticas y sociales de haber abandonado un legado que, teniendo un fundamento religioso indiscutible, trasciende lo puramente religioso hasta alcanzar la cultura, la sociedad y la política. Ese legado es el cristianismo, y por su recuperación clama Marcello Pera en “Por qué debemos considerarnos cristianos”.

Los tres capítulos en que se divide el texto muestran, respectivamente, el serio problema en que se ha situado voluntariamente el liberalismo al abdicar de su fundamento cristiano originario, al aceptar la “ecuación laica” que lo ha extraviado desde hace tiempo: la idea de que un Estado liberal tiene que ser necesariamente laico.

Muestran también cómo es posible comprender e iluminar la grave crisis que atraviesa el proyecto europeo como una consecuencia de la pérdida del legado del cristianismo, su verdadera alma.

Y, finalmente, explican cómo el relativismo, el multiculturalismo y el fracaso de la integración de la inmigración, forman una parábola descendente que describe el declive de la ética pública liberal y, como consecuencia, la descomposición de las sociedades europeas.

El liberalismo, Europa y la ética son, pues, los temas que Marcello Pera aborda desde una base común: el cristianismo como sustento prepolítico y como asiento moral de Occidente que se está perdiendo.

Creo, sinceramente, que nos hallamos ante un libro imprescindible; un libro único por su capacidad para llevarnos hasta las profundidades de la crisis de Occidente sin que por ello se pierda la transparencia en la exposición ni se oscurezcan los argumentos; y también un libro único porque nos sitúa ante un escenario verdaderamente inquietante y, al mismo tiempo, preserva y anuncia la esperanza de una regeneración posible y necesaria.

Comparto su diagnóstico y su esperanzada propuesta.

La mía no va a ser la reflexión de un filósofo –cosa que no soy- sino la de un político–cosa que he sido durante muchos años- y la de una persona dedicada al estudio de la política –que es lo que soy en la actualidad.

Lo que pretendo hacer en los próximos minutos, tomando como referencia el trabajo de Marcello Pera, es ofrecer algunas ideas encaminadas a ayudar a que ese punto de partida que él ha establecido pueda producir un efecto político práctico saludable, destinado a reorientar el curso de nuestras sociedades, aunque sea con una modesta contribución.

Son ideas con las que quiero llamar la atención sobre algunos errores que podríamos cometer fácilmente si perdiéramos de vista algunas cosas esenciales.

Carece de sentido negar que el centro de la historia europea lo ocupa el cristianismo. Carece de sentido pero se hace, y alguna razón debe de haber para ello. En esa historia europea encontramos también el sustrato cultural que ha hecho posible la deriva que ha tomado forma de relativismo, de multiculturalismo y que, por emplear el concepto que se puso en circulación desde la Fundación que presido, y que ha tenido el honor de publicar alguna de las obras de Marcello Pera, también ha tomado forma de buenismo.

Y de esa situación debemos partir cuando de lo que se trata es de llevar hasta la política real un apoyo moral sólido.

Quiero comenzar por realizar una clara afirmación: en una democracia liberal no hay más ley natural que pueda invocarse con éxito como fundamento y límite del poder legislativo que la que la mayoría estima como tal. No digo ahora que eso deba ser así o que esté bien que lo sea, pero lo cierto es que es así.

Por esto es tan importante que la mayoría no se equivoque y que ayudemos a que la ley natural que la mayoría reconozca como tal se encuentre lo más próxima posible a lo que creemos mejor. Las personas creen en leyes naturales distintas y no hay muchas maneras de gestionar tranquilamente este hecho fundamental cuando afecta a las relaciones políticas.

Ahora bien, este tipo de relaciones sólo son algunas de las que establecen las personas entre sí en un país libre, y no son las más importantes: el matrimonio, la paternidad o la vida sacramental no son relaciones democráticas, aunque tengan lugar dentro de un país cuya forma política es democrática. Y por tanto no pueden regirse por lo que el poder político quiera, salvo en algunos aspectos relativamente poco significativos.

Éste es, a mi juicio, el núcleo de la cuestión que el profesor Marcello Pera suscita en su obra, aunque no sea ése el objeto específico de su estudio.

Por eso, en mi opinión, debemos restaurar el verdadero sentido de la democracia y sus límites. Creo sinceramente que en este momento el poder ha traspasado todos los límites razonables y que ha invadido terrenos que no deben ser de su competencia, porque no es asunto suyo iluminar verdades sino generar y gestionar consensos como instrumento de la paz social.

En este punto tiene todo el sentido hablar de una tarea liberal que está pendiente para devolver al poder a su lugar, y para que la vida pública pueda apoyarse en un liberalismo auténtico, un liberalismo de raíz ética cristiana.

Pero debemos recordar que no es la democracia la que provoca los conflictos insolubles sobre las cuestiones esenciales de nuestra vida, sino la que los gestiona del modo menos agresivo posible. Es posible que esos conflictos puedan desaparecer o al menos limitarse en el futuro como consecuencia de una regeneración del espíritu cristiano de Europa, pero lo cierto es que, a día de hoy, esos conflictos existen y aumentan, y deben ser gestionados de algún modo inteligente. A mi juicio, el sistema democrático liberal proporciona el mejor modo conocido de gestionarlos.

¿Significa esto que un cristiano debe conformarse con lo que hacen un Gobierno y Parlamento, aunque desprecien en sus actos lo que desde una óptica cristiana se considera ley natural? No, por supuesto. Pero cabe pensar que quienes impulsamos la oposición a esos actos de gobierno o legislativos no sólo pretendemos mantener a salvo nuestra conciencia sino también tener éxito “en el seno de la disputa política”.

Y para ello es inexcusable entender que se está haciendo política en un sistema que tiene sus propias reglas, y que se gana o se pierde conforme a ellas.

Y ¿cómo podemos mejorar nuestra manera de hacer política quienes compartimos nuestro aprecio por la visión cristiana del mundo? Creo que hay al menos cuatro cosas importantes que debemos hacer.

En primer lugar, lo que hemos de hacer con la cultura europea no es sólo “recibirla” como un legado que debemos preservar intacto, sino abordarla críticamente para depurarla y para ofrecerla a otros. Como una “nación”, en los términos en que Edmund Burke habló de este concepto: una asociación entre quienes nos han precedido, que nos ofrecen su experiencia, a veces amarga, y su sabiduría; nosotros mismos, que podemos aprovecharnos de ella; y, finalmente, quienes nos sucederán, que deben recibir lo que sepamos transmitirles.

La ruptura de esta relación intergeneracional está en el origen de la quiebra del proyecto europeo, porque la pérdida del sentido nacional de la política, como continuidad entre generaciones formadas por personas, conduce irremisiblemente al desprecio de lo que de valioso se nos ha legado y nos lleva necesariamente a la despreocupación por lo se que debe legar a los que están por venir.

Y no es casualidad que entre nosotros, en Europa, la expresión económica y presupuestaria del eclipse del buen concepto de nación sea el déficit y la deuda, es decir, la costumbre de gastar sin pagar porque no se es capaz de tener presente el interés de quienes nos han de suceder ni se es capaz de apreciar la experiencia y el consejo de quienes nos han precedido.

En este sentido, no hay duda de que la crisis fiscal es en esencia una crisis moral.

En segundo lugar, debemos evitar algo que terminaría por ser realmente destructivo para la Iglesia y para el cristianismo: la pérdida de su mensaje genuinamente religioso y su transformación en una trinchera cultural o política.

No debemos aceptar una devaluación del cristianismo como religión en sentido estricto, o si se me permite la expresión, como orden sacramental. Esa devaluación puede producirse en ocasiones incluso a manos de algunos defensores de un cierto activismo político que se declara cristiano, y que emplea ese concepto en la disputa partidista. Esto es un extravío doctrinal y, desde luego, es un inmenso error político.

En tercer lugar, la declaración de nuestra condición de “cristianos” evoca necesariamente una elección religiosa de carácter personal que no tiene por qué ser compartida. Para preservar el sustento moral y cívico de nuestras sociedades europeas, debemos actuar con inteligencia para no mezclar los planos de análisis y para evitar malentendidos. El cristianismo que no es fe personal sino legado cultural puede ser mejor servido mediante conceptos que ayuden a hacerlo atractivo incluso para quienes no disfrutan del don de la fe. Y ese don es demasiado importante como para hacer de él un instrumento de la disputa política. Es evidente que no es esa nuestra intención y tampoco lo es la de Marcello Pera, que explícitamente rechaza esa idea, pero ya sabemos que hay quien es capaz de dar por leído un libro sin pasar de la portada.

A mi juicio, la ruta trazada por Marcello Pera en este libro es tan claramente conveniente para nuestras sociedades que cualquier esfuerzo razonable debe hacerse si con ello se logra despejar el camino para su correcta comprensión.

En cuarto y último lugar, es fundamental esforzarnos por aclarar algunos conceptos en el debate político cotidiano. Hay que diferenciar entre el ámbito “estatal” y el ámbito “público”, que es algo mucho más extenso, porque se corre el riesgo de aceptar un debate inadmisible no sobre la presencia de la religión en el ámbito estatal sino sobre su presencia en el ámbito público. Esta depuración de los conceptos no zanja todas las polémicas, pero ayuda a confinarlas donde les corresponde y a liberar para la religión un ancho territorio.

Necesitamos escapar de la “trampa del estatalismo” que pretende que todo lo que es importante en nuestra vida debe “proceder” del Estado. La trampa está precisamente en hacer que el Estado deje de ser aquello que debe “proteger” lo que tiene valor y pase a ser lo que debe “establecer” y “proporcionar” lo que tiene valor.

La persona es anterior al poder político, y la política debe respetar ese hecho. Pero las personas no sólo deben ser respetadas y ayudadas por el Estado, sino que también deben ser respetadas y ayudadas por otras muchas cosas que no son el Estado pero tienen una dimensión pública. La familia o la iglesia, por ejemplo, son instituciones básicas que preceden en rango biográfico al Estado y a las que éste, en consecuencia, también debe respetar, porque en ellas encuentra la persona su desarrollo primario.

Ahora bien, que el Estado no pueda prescindir de todas estas instituciones y deba respetarlas no significa que el Estado deba transformarse en esas instituciones, atraerlas hacia sí o incluso confundirse con ellas.

Se trata de que el Estado sea sólo el Estado y no pretenda hacer también las veces de la escuela, de la familia o de la iglesia. No coopera a la buena ordenación de una sociedad quien pretende excluir al cristianismo del ámbito estatal, pero tampoco quien pretende que el ámbito estatal se parezca a una iglesia. Y no coopera porque ése es el mejor camino para que muchos terminen por arrodillarse ante el Estado creyendo que lo hacen en la iglesia.

El Estado al que denominamos democrático y liberal es incomprensible salvo como un producto destilado en el seno de una cultura cristiana. Pero la palabra “cristiano” es algo que no puede ser predicado de un Estado como tal. Un Estado cristiano carecería del valor que tiene una persona cristiana, porque el cristianismo debe ser llevado al corazón de las personas y no al corazón del Estado.

No es asunto del Estado suplir a la familia ni a las personas en el ejercicio de su espiritualidad, y es necesario permanecer atentos para no caer en la tentación de pretender que el Estado haga lo que es tarea de la iglesia y de las familias.

Creo que si permanecemos atentos a estas cuatro tareas nos será mucho más fácil ayudar a la necesaria regeneración de las bases cristianas de Europa.

Ese legado se ha ido perdiendo por las razones que Marcello Pera expone claramente en el libro que hoy presentamos, que son profundas y graves.

Debemos procurar que nuestra respuesta se encuentre a la altura del reto y creo que para ello podemos servirnos de la indicación que Su Santidad Benedicto XVI hace en el prefacio que inicia el libro: ‘El énfasis en la idea de la libertad humana presupone la idea del hombre como imagen de Dios’.”

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