Cuando los primeros españoles llegaron a las islas del Caribe observaron como en las tribus indígenas mandaban unos reyezuelos locales que disponían de la vida y hacienda de sus súbditos. Lo hacían, además, con su pleno consentimiento. Estos primeros exploradores tomaron el término con el que los indios taínos los designaban y la incorporaron al español. La palabra era "cacique".
Las autoridades coloniales insistieron en que los caudillos locales siguiesen llamándose así, ya que la palabra en cuestión, al no existir en castellano, carecía de potestad efectiva. Así, un cacique era algo informal, muy lejos del poder que podía tener un "Señor" o, no digamos ya, un conde o un duque, cuya autoridad estaba bien delimitada en el ordenamiento legal de la época.
Siglos después, ya en la metrópoli, se empezó a conocer como caciques a los mandarines locales que se hicieron dueños, por la vía de los hechos, del sistema político que hoy se conoce como "Restauración". Cada pueblo tenía su cacique, ante quien respondía una red clientelar que pedía favores al cacique a cambio de lealtad y, especialmente, del voto en las elecciones.
El cacicazgo se extendió como una mancha de aceite por toda la España rural, que por aquel entonces estaba atrasada económicamente y tenía un gran porcentaje de analfabetos. El sistema llegó a ser extremadamente complejo. En su apogeo, durante las primeras décadas del siglo XX, se daban amplias redes caciquiles que dominaban provincias enteras. El mejor ejemplo quizá sea el de Álvaro de Figueroa y Torres, Conde Romanones, gran cacique de Guadalajara cuyos tentáculos alcanzaban las dos Castillas.
Romanones llegó a ser varias veces ministro, presidente del Gobierno en tres ocasiones, presidente del Congreso de los Diputados y presidente del Senado. Otros caciques no llegaron a tanto. Se conformaban con ser los amos de su pueblo o su comarca y luego ofrecer sus influencias –y sus votos– al mejor postor.
"Para los enemigos la ley, para los amigos el favor"
El cacique basaba su poder en la influencia. Quitaba y ponía alcaldes, controlaba el cuartelillo de la Guardia Civil, el juzgado, la escuela y hasta la parroquia. Todo pasaba por sus manos. Si el pueblo estaba poblado y era rico, como solían ser los de Andalucía, el cacique prosperaba en instancias superiores y ampliaba su círculo de influencia. Los políticos locales se lo rifaban para conseguir votos y, si era necesario, se dejaban corromper fácilmente. Ambos extremos se dieron cita con profusión en la España de la Restauración.
Los partidos del turno –el Conservador y el Liberal– practicaban lo que se conoce como el "encasillado". Se trataba de listas que tenían que salir elegidas por deseo del ministerio de Gobernación. Los encargados de que estas listas saliesen o no elegidas finalmente era tarea de los caciques locales, que solían cobrarse el favor con otro favor o con leyes que les beneficiasen. Para poder cumplir con el acuerdo el cacique falseaba los resultados electorales a través de una infinidad de fraudes, algunos muy imaginativos como incluir en el censo a fallecidos que, milagrosamente, acudían a votar.
Con todo, el mejor modo de garantizar un pucherazo era comprar los votos a cambio de favores. El cacique prometía enchufes en la administración, agilización de los trámites burocráticos y hasta gestiones para evitar que los mozos tuviesen que ir a la guerra de África. Si el cacique cumplía acrecentaba su poder y era respetado por la población. Si alguien se oponía o denunciaba las maniobras caciquiles era laminado sin piedad y tenía que abandonar el pueblo. No existía, por lo general, violencia. Los clientes del cacique se encargaban de hacer la vida imposible al disidente hasta que éste cejaba en su empeño o se largaba del lugar. Así nació la frase "para los enemigos la ley, para los amigos el favor", que define con gran precisión en que consistía aquella turbia red de intereses entrecruzados con el poder político de telón de fondo que conocemos como caciquismo.