Confieso que aún no me he atrevido a leer el libro de la señora Herrero. Tras el escándalo de Ana Rosa, me da miedo descubrir una mano negra agazapada en su prosa. En cambio, sí que he leído el libro de Boris Izaguirre y estoy convencido de que los sujetos, verbos y predicados son de su propia cosecha. El estilo y el tono agudo, casi estridente, son muy similares a los que ya utilizó en
Morir de Glamour, su primera incursión dentro de la sociología del cotilleo.
En
Verdades alteradas, el colaborador de "Crónicas marcianas" sigue empeñado en demostrarnos que es un perspicaz analista de la sociedad española del cambio de milenio. En su afán de desmarcarse de su bien ganada imagen de tertuliano exhibicionista, frívolo y vocinglero, Boris Izaguirre ha escrito un libro de tesis en el que analiza los perniciosos efectos de la fama a través de sus experiencias personales en bodas, bautizos y comuniones.
Las fiestas de postín son el hilo conductor de un tratado de confesiones muy indiscretas con las que quiere demostrar que la fama distorsiona la realidad. A decir verdad, el libro se lee con interés, más por la mordacidad con la que cuenta los chismes que por la hipótesis sesuda que lo sostiene. Pese a su esfuerzo por construir una teoría de la fama tan semiótica como las de Umberto Eco, Izaguirre es más un cronista social ingenioso, con apuntes brillantes en cuanto a la descripción de los ricos y famosos con los que tan a gusto se siente.
Ignoro la opinión sobre el libro de las celebridades que comparecen en sus páginas, pero presumo que la de algunos no debe ser muy favorable. Aunque la colme de elogios y buenas palabras, Elena Benarroch debe sentirse un tanto incomoda ante las indiscreciones del locuaz Izaguirre, que cuenta con todo detalle cuál fue el menú y cómo se comportaron los invitados durante la fiesta que organizó en su casa con motivo del seguimiento de los resultados electorales que le dieron la mayoría absoluta a Aznar en 2000. Tampoco deben estar muy contentos los propietarios de Porcelanosa. Izaguirre recuerda con maligna ironía el fasto promocional organizado por la empresa azulejera en el que las estrellas invitadas fueron el Príncipe Carlos e Isabel Preysler. Lo mismo debe sucederle a los responsables del Museo Guggenheim de Bilbao, tan emperrados en convertir el arte en un espectáculo más del circo mediático. Si nos atenemos a las
vivencias de Izaguirre, la inauguración de la exposición sobre Giorgio Armani fue más un desfile de famosos en busca de los focos de las cámaras de televisión que la apertura de una muestra artística.
Al igual que Andy Warhol, Boris Izaguirre padece "social disease", es decir, la enfermedad de figurar en todos los actos sociales. No es la única semejanza. La trascripción de las conversaciones telefónicas de Izaguirre con Terenci Moix recuerdan mucho a las que mantenía Warhol sobre chismografía de la jet set con sus amigas del espectáculo y la alta sociedad de Nueva York. Salvando las distancias, la fascinación del periodista venezolano por el escritor catalán también es muy semejante a la que sentía el artista norteamericano por Truman Capote. Sin embargo, Izaguirre carece del frío cinismo y la frivolidad robótica de Warhol, mucho más perverso e incisivo en sus observaciones sociales. Tal vez por su sangre caribeña, Izaguirre es un analista con opiniones picantes, arrebatadas y rumbosas, pero en ningún caso se muestra despiadado con la gente que le invita a copas y canapés. Pese a su gusto por las descripciones paródicas de ambientes y personajes, sabe bien que un exceso de bilis podría crearle enemigos feroces y marginarlo de los ágapes y cuchipandas que dan sentido a la frenética actividad social de los famosos en nuestro país. El destierro y la oscuridad del anonimato serían el peor castigo para un personaje obnubilado desde siempre por el brillo de la fama.