Entre la nueva derecha que a Juan Luis Cebrián le interesa "sobremanera" y la que se vislumbra cuando Gallardón dice que se queda –como si alguien hubiera pensado alguna vez lo contrario– para seguir el ejemplo de Rajoy, parece que sobre la derecha española hubieran caído de pronto las siete plagas de Egipto, multiplicadas por el Apocalipsis y el Libro tibetano de los muertos.
Con este ambiente de fondo, no habrá de esperar Mariano Rajoy grandes treguas ni grandes silencios. Y es que las elecciones del 9 de marzo marcan, efectivamente, un giro histórico dentro del amplio, poblado y ruidoso campo de la derecha española. Pero en un sentido muy distinto del que desearían el distinguido académico y el alcalde melómano y postmoderno.
Hace unos años, muy pocos, la derecha era un páramo. Había algunas voces, alguna de ellas tan enérgicas que casi parecían, y parecen, de orden telúrico, como la voz de la madre naturaleza, de la naturaleza española, se entiende. Fuera de eso reinaba un silencio sobrecogedor. Las discrepancias y las críticas se expresaban, si es que llegaban a tanto, dentro de una cápsula, entre algodones y sobreentendidos, para evitar hacer más daño y proporcionar más munición al adversario.
La propia derecha era tan frágil, a pesar de las apariencias y las mayorías absolutas, que parecía que la agenda, como se dice ahora, la marcaban esas raras voces que clamaban en el desierto. La derecha política lo consideraba injusto y se quejaba, claro está. Ella no tenía nada que ver con esos... extremismos. Se quería centrada, moderada, pausada. En el fondo, tenía algo de razón en el diagnóstico porque una cosa son los medios y otra la acción política, pero la terapia que deducía era errónea. Y es que a fuerza de querer desaparecer de la escena pública, la derecha dejaba todo el espacio a los pocos que se atrevían a hablar en su nombre.
Ahora las cosas han cambiado. Han variado las lealtades, de tal forma que quienes durante muchos años contribuyeron a sostener a la derecha se sienten liberados de los antiguos compromisos. Pasó la hora de los silencios, de la prudencia exquisita a la hora de exponer las propias opiniones.
Además, lo que era un desierto ha pasado a ser una de las avenidas más concurridas y ruidosas del mundo. Los españoles, además, no suelen ser particularmente aficionados al silencio. Son, eso sí, proclives al sentimentalismo, y por ahí los actuales dirigentes de la derecha encontrarán todavía algún filón que explotar.
Pero en general lo que hoy conforma la opinión pública –la red, los blogs, las tertulias, las nuevas televisiones, los periódicos digitales y los tradicionales– está poblado de nuevas voces, de una multitud innumerable de gente que después de cuatro años de movilizaciones, cuando le ha cogido el gusto a hablar y a intervenir, no parece dispuesta a callarse.
La política, hoy, ya no se hace sólo en los despachos de una determinada planta de la calle Génova. Quienes no lo hayan comprendido podrán mantener su posición durante algún tiempo. Pero más temprano que tarde tendrán que enfrentarse a esta nueva realidad que les puede estallar en la cara o darles la espalda para siempre.