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Cristina Losada

Burla cum escarnio

Sólo hemos visto y oído una cosa: que los asesinos tienen derecho incluso a hacer apología de la banda terrorista y a amenazar con proseguir su "lucha"; y que las víctimas y sus amigos no tienen derecho a dejarse llevar un instante por la emoción.

Cada día aparece algún síntoma de la enfermedad moral que el gobierno de Zapatero está inoculando en la sociedad española para que acepte el chantaje que presenta envuelto en la bandera de la paz. Viejos achaques, que parecían superados, reverdecen y aquí lo dicho y después gloria. Ése es el contexto de lo ocurrido en el juicio por el asesinato de Miguel Ángel Blanco. Durante dos días, las víctimas de Txapote y Amaia hubieron de soportar que ambos pasaran un rato agradable durante el proceso, que se les permitiera estar juntos y de palique como si estuvieran en el cine viendo un peñazo de película. Digo mal, porque en el cine no les habrían tolerado sus cuchicheos. Ante el tribunal, sin embargo, pudieron charlar a sus anchas. Sin problemas, que para eso comparecían como acusados. Pues cuando uno ha cometido un asesinato tan vil como el que esos dos perpetraron y no se arrepiente lo más mínimo, tiene la ley de su parte para despreciar a la Justicia e infligir nuevos sufrimientos a las víctimas.

Y hete aquí el doble rasero, por el cual se redondeó la burla con el escarnio. Cuando la presidenta del tribunal impuso disciplina no fue para llamar al orden a los acusados, sino para expulsar a quienes habían ido a apoyar a las víctimas en ese calvario de la rememoración, ante las caras chulescas, desdeñosas o impasibles de los verdugos. Y uno se pregunta: si es notorio que en un juicio no puede el público levantarse, aplaudir y gritar, ¿por qué no lo es que los acusados deben guardar las formas? ¿Por qué los procesados tienen carta blanca para cachondearse del juicio y de sus víctimas, y éstas no merecen ni un minuto de gracia si se alborotan? Seguro que Fernández de Prado puede acogerse a ésta o aquella norma para justificar su decisión. Pero los legos en tribunales sólo hemos visto y oído una cosa: que los asesinos tienen derecho incluso a hacer apología de la banda terrorista y a amenazar con proseguir su "lucha"; y que las víctimas y sus amigos no tienen derecho a dejarse llevar un instante por la emoción. Qué revelador sarcasmo que fueran expulsados de la sala por pedir justicia.

Me dirán que la actitud desafiante de los de ETA ante los tribunales es un mal antiguo. Entonces pediré que me expliquen por qué no se ha atajado. Por qué se ha consentido que los juicios se conviertan en ocasiones para humillar a las víctimas y a la propia Justicia. Habrá que preguntarse qué clase de Justicia es ésta que protege más a los verdugos que a las víctimas en el momento crucial en que unos y otras coinciden frente a frente. Y no me digan que el escudo en dicho trance es esa cortinilla para que declaren los testigos. Si tan precario e inútil refugio es todo lo que les ofrecen, mejor no pongan nada.

Pero en los juicios que ahora se celebran contra gente de ETA, al mal antiguo se añade otro nuevo, reciente, ignominioso. Y es que hoy tenemos la sospecha, si no la certeza, de que la pose chulesca de los procesados obedece también a su convicción de que no tardarán en librarse de la cárcel. De que más pronto o más tarde, la negociación del gobierno con la banda terrorista fructificará. A favor de ellos, por supuesto. Mientras que las víctimas de sus crímenes seguirán reclamando la justicia que no se hizo. Y si no las expulsan de los tribunales será sólo porque no han de entrar en ellos. Pues frente al espíritu de Ermua, que marcó el cenit de la repulsa a los crímenes de ETA y el principio del fin de la relegación de sus víctimas a una penumbra teñida de vergüenza y hasta de culpa, ha aparecido, conjurado por el gobierno, el fantasma cada vez más corpóreo del desistimiento.

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