Hace unos años, D. J. Goldhagen, un profesor de la Universidad de Harvard, publicó una tesis muy controvertida sobre el Holocausto. La idea era bien sencilla: la responsabilidad en el aniquilamiento sistemático de los judíos no era únicamente de los nazis alemanes, sino de la sociedad alemana. Goldhagen sostenía, bien que de forma demasiado simple, que el antisemitismo se encontraba fuertemente arraigado en el pueblo alemán mucho antes de que apareciera el partido nazi. Es decir; que en la cultura germana estaba inoculado el odio al judío. Hitler no hizo más, entonces, que culminar ese antisemitismo aniquilador. Los “alemanes corrientes”, decía Goldhagen, se sentían orgullosos de agredir, detener, asesinar y transportar judíos a los campos de exterminio. Era una violencia justificada, un servicio a esa Edad de Oro renovada, al proyecto nacionalista, al Tercer Reich.
Goldhagen –que acabó convirtiéndose en un intelectual de referencia para la izquierda alemana– cometió errores de bulto, como el considerar “corrientes” a los que no eran más que una minoría. No obstante, su obra repite un trasfondo inquietante. El nivel cultural y económico, tanto como el disfrute de un sistema razonable de libertades, no inmunizan de la enfermedad totalitaria.
Esto es particularmente cierto entre algunos grupos políticos que han perdido la perspectiva de lo que ha sido el progreso de Occidente tras la Segunda Guerra Mundial en materia de libertad y democracia. Y en España sufrimos esto. Quizá no hayamos forjado una cultura política democrática sólida, después de treinta años de reconocimiento y garantía de los derechos individuales, capaz de censurar de forma generalizada las maneras y discursos totalitarios.
Y no es una cuestión de que la historia se repita, porque no, ni de hacer tremendismos, porque tampoco. Pero hemos podido ver a grupos de personas boicoteando los actos del PP y Ciutadans de Catalunya, y haciendo gala de una violencia de la que se sienten orgullosos. Porque privar de sus libertades a unos ciudadanos que disienten está justificado: es un servicio a esa nación excluyente y totalitaria que quieren construir. Son los “catalanes (y españoles) corrientes”, que ni son todos, como pretende el independentista Tardá, y mucho menos la mayoría.