El fútbol me gusta tanto como las canciones de Raimon y los programas de José Luis Moreno. Sin embargo, por razones que no hacen al caso, hube de ver en televisión esa final de no sé qué campeonato que ganó recientemente el Barça y que dejó desierta Barcelona durante un par de horas para sacar de súbito a las calles una masa vociferante y provocar cincuenta salidas de bomberos, un centenar de heridos y el destrozo masivo de escaparates, entre ellos el de una óptica a la que por lo visto se la tiene tomada la alegre muchachada.
Cerré las ventanas para acallar a la deprimente turba y seguí contemplando, a mi pesar, la soporífera celebración de los únicos que, en buena lógica, tenían motivos para saltar y enronquecer de dicha: los jugadores multimillonarios y unos señores indeterminados con traje y corbata que se abrazaban a ellos sin reparar en el sudor copioso. Jóvenes representantes de diversas etnias –colectivo conocido como “el equipo”– se pusieron en fila, exhibiendo cada cual su bandera nacional e invocando las excelencias de varios continentes. Se incluía una enseña inconstitucional de cariz independentista, la estelada. De la española, ni rastro.
Me vengo resistiendo a aceptar una triste evidencia: el fútbol opera con más fuerza que ningún otro factor a la hora de mover en la sociedad afectos dormidos, crearlos ex novo o construir –o alimentar– un mito identitario. ¿Qué estupor no sentiría usted, lector, si tales efectos los causaran las carreras de caracoles o los concursos de orquídeas? Pues el mío no es menor.