Antes de que en los Estados Unidos surgiera en todo su esplendor el “cuarto poder”, es decir, antes de que los grandes periódicos de aquel país decidieran cargarse a Nixon –ha de haber sangre, dijo un editor, para que a nadie se le pase por la cabeza siquiera intentar algo parecido, o sea, llevarles la contraria–. Antes de eso, digo, había descubierto don Práxedes Mateo Sagasta las virtudes de la prensa. La opinión publicada podía ser un instrumento muy útil para el político. Incluso cuando le resultaba un poco caro. Dos mil libras esterlinas le costaba a don Práxedes el corresponsal del Times, pero a cambio... a cambio podía hacer esas jugadas de tahúr que tanto gustan en los pasillos de los hemiciclos. Enredaba, intrigaba y zancadilleaba sirviéndose del prestigio del diario británico. Su asalariado llegó a inventarse una entrevista para desplazar a un adversario, y se jugó la expulsión de España, pero el liberal régimen de la Restauración lo dejó estar. A fin de cuentas, lo hacía por dinero.
La pasta, sin embargo, no sería siempre el móvil. Las simpatías ideológicas harían aparecer otra casta de mercenarios, y la más nutrida y duradera de ellas contribuyó con eficacia a la montaña de mentiras sobre la guerra civil. George Orwell lo constató nada más llegar a Cataluña. Los periódicos laboristas le habían hurtado un aspecto esencial: que en España estaba en marcha una revolución. Claro que el escritor británico no tenía muy buena opinión del gremio. Cuando conoce a un agente soviético, escribe: “era la primera vez que veía a una persona cuya profesión era contar mentiras, excepción sea hecha de los periodistas”.
Por esa misma época, Ortega y Gasset se quejaba, ya en el exilio, de la desinformación que dominaba en el resto del mundo acerca de la guerra, y que permitía que “mientras en Madrid los comunistas y sus afines obligaban a escritores y profesores, bajo las más graves amenazas, a firmar manifiestos (…) algunos de los principales escritores ingleses firmaban otro manifiesto donde se garantizaba que esos comunistas y sus afines eran los defensores de la libertad”. Era el año 1937. La versión de la guerra civil propalada por los comunistas ha seguido viva y coleando por el mundo adelante desde entonces. El último botón aparecía, días atrás, en un editorial del New York Times sobre “los trogloditas del ejército”. Hace cuatro años nos informaba que España, por fin, estaba despojándose del miedo a hablar sobre la guerra civil. Que Santa Lucía les conserve la vista.
El corresponsal del Times durante la Guerra fue Herbert Matthews, que presentaba a Stalin como el mejor amigo del bando republicano, y se enojaba por que sus jefes equilibraban sus informaciones sobre las atrocidades del bando nacional con las que perpetraban los “rojos”. El mismo Matthews que luego, desde Cuba, presentaba a Fidel Castro como una especie de Lawrence de Arabia. Peccata minuta al lado de lo que había hecho Walter Duranty en la URSS. El historiador Robert Conquest lo señala como uno de los grandes responsables del engaño masivo, como diría ZP, en el que cayó Occidente respecto a un abominable régimen totalitario. El Times, en fin, tiene en sus propios archivos una caverna prodigiosa.
Pero no parece que esos antecedentes le induzcan a afinar la observación y el análisis. Por lo menos, con España. Es más fuerte la tentación de sacar el viejo cliché, el trillado lugar común y navegar en la balsa de la corrección política. Su editorial del otro día podía haberlo escrito cualquier párvulo de la izquierda española, y no arrojaba luz alguna sobre lo que pasa. No son los únicos en errar. Le Figaro cree que el proyecto de Estatuto catalán hará de España un estado federal. Ya quisiéramos. Mejor dicho, ya lo somos.
La nota delTimestenía, sin embargo, algo salvable. La idea de que existen trogloditas en España. En efecto. Pero las colonias más genuinas y descaradas de esos especimenes que tenemos aquí les han pasado desapercibidas a los exploradores del gran periódico. Busquen y las encontrarán.