En España sólo existe algo más sólido, inamovible y perenne que el tupé de Artur Mas: la fe ciega en el mito del catalanismo moderado. El porqué del pábulo que la gente otorga a ciertas leyendas urbanas, siempre será un misterio. Pero, por absurdo que se antoje, el personal sigue empeñado en creer que las cloacas de Nueva York están infestadas de enormes cocodrilos blancos; alimañas que habrían aterrizado allí dándose cates por las cañerías cuando los yuppis las arrojaron por la taza del váter. E igual que se empecinan en dar crédito a esa fantasía absurda, también quieren creer, contra toda evidencia, que sea real lo que su mitomanía ha dado en bautizar como catalanismo moderado.
Contra toda evidencia. Porque, en los últimos cien años, ha emergido el catalanismo de derechas, el catalanismo de izquierdas, el catalanismo imperialista, el catalanismo independentista, el catalanismo de Iznájar, el catalanismo expulsado de Huelva por Franco, el catalanismo ilustrado, el catalanismo de Puig y Tardà, el catalanismo honrado, el catalanismo de todo a cien, el catalanismo de cursos para parados con subvención europea gestionada por Enric Millo, el catalanismo de Piqué… Todo, menos el catalanismo moderado.
En ese asunto de los lagartos, lo más probable es que el dislate proceda del abuso de las videoconsolas entre nuestros eternos adolescentes de cuarenta años. Y en el otro, también. Porque bastaría con entretenerse un rato leyendo al padre de la criatura, Prat de la Riba, para salir de esa ensoñación pueril. Escribe Prat, tras caer de rodillas después de ser iluminado por la luz blanquísima que precedió a la revelación milagrosa del Volksgeist patrio: “Cataluña tiene ese espíritu nacional misterioso que al correr de los siglos va engendrando y renovando el derecho y la lengua (…) Un mismo espíritu que se manifiesta uno y característico bajo la variedad de toda la vida colectiva (…) Cataluña es, pues, una Nación”. En esas tres frases empieza y acaba todo el enigma del famoso catalanismo moderado. Y cuántas lágrimas de cocodrilo (y de Vendrell) se podrían ahorrar en Madrid si dedicasen sólo un minuto a leerlas con atención.
Porque descubrirían, al fin, que la genuina esencia del catalanismo no es política –la construcción de un Estado nacional–, sino religiosa: recuperar la pureza primigenia de esa identidad tribal, mística y eterna, contaminada ahora por el estigma castellano. Entenderían que, en el fondo, resulta accesoria la división entre independentistas, confederalistas, soberanistas, asimétricos y centristas de Puente Aéreo. Comprenderían, de una vez, que el catalanismo no es un argumento político, sino una forma de argumentar políticamente: la que se fundamenta en presentar su fin como si fuese una realidad objetiva de la Naturaleza. Y, de paso, adivinarían por qué Piqué acabará abandonando el PP antes de que se vote el Estatut.