Según un documental difundido por la televisión pública alemana, Castro participó en el asesinato de John Fitzgerald Kennedy. Aunque la historia es antigua y jamás pudo probarse, los que han tenido acceso a la investigación aseguran que es rigurosa. No tardaremos en poder ver el reportaje en España. Aquí sentimos una enorme debilidad por las andanzas de los asesinos en serie, más cuando aparentan enfrentarse al gigante capitalista que tanto envidiamos.
Esperemos a juzgar cuando hayamos visto el documental. Pero no me sorprendería que en Méjico y un año antes del magnicidio los servicios secretos cubanos mantuvieran contactos Lee Harvey Oswald. El Monstruo de Birán jamás renunció a sus sueños de grandeza. Y Cuba le pareció siempre una insignificancia impropia de sus desvelos. Jamás le preocupó lo que sucediera en su país.
Después de destruir la economía de la Isla, los cubanos –condenados a la necesidad y a la represión– no representaron nunca un problema para el Máximo Líder. Muy pronto pasaron a formar parte del atrezzo que necesita un cómico de su importancia. No tardaron en resultarle aburridos sus aplausos y su miedo. Para sentirse vivo necesitó de algo más. Matar a Kennedy, provocar la tercera guerra mundial, invadir África, dirigir el narcotráfico internacional… cualquier cosa menos conformarse con la insufrible compañía de sus esclavos.
No sé si Castro ordenó el asesinato de John Fitzgerald Kennedy, pero estoy convencido de que fue una de sus muchas fantasías. Nadie debe sorprenderse de que de algún modo participara en el magnicidio. Más después de que fuera el propio Kennedy quien traicionó a sus víctimas en Bahía de Cochinos. El coma-andante nunca soportó que permaneciera vivo un tipo al que él le debía la vida. Mató o intentó matar a todos los que se la perdonaron. ¿Por qué iba a ser el traidor de Bahía de Cochinos una excepción?