“Vergonzoso” grita el presidente de México Vicente Fox sobre la propuesta ampliación de una valla de seguridad a lo largo de la frontera sur de Estados Unidos. “¡Estúpido! ¡Deshonesto! ¡Xenófobo!” bramó el ministro de Asuntos Exteriores Luis Ernesto Derbez advirtiendo: “México no lo va a tolerar, no lo va a permitir, no va a aceptar una cosa tan tonta como esa valla”.
Las alusiones al muro de Berlín hechas por ofendidos políticos mexicanos no captan la ironía: Los comunistas trataron de mantener a su propia gente dentro, no a extranjeros ilegales fuera. Aún más embarazoso es que la comparación tiene un efecto bumerán sobre México, ya que no es Estados Unidos sino México el que se parece a la Alemania del Este alienando a sus propios ciudadanos hasta el punto que huyen a cualquier precio. Si hay algo que se pueda tildar de estúpido, deshonesto o xenófobo en la debacle de la inmigración ilegal es el comportamiento del gobierno mexicano:
- “Estúpido” caracteriza a un gobierno que posee vastas reservas minerales y petrolíferas, tiene un largo litoral, clima templado, ricos llanos agrícolas y que, o no puede, o no piensa hacer las reformas políticas y económicas necesarias para alimentar y dar techo a su propia gente. La elección de Vicente Fox, NAFTA y algunos cambios cosméticos en la banca y la jurisprudencia no han detenido la corrupción ni han contenido el éxodo de millones de mexicanos.
- “Deshonesto” también describe en pocas palabras la posición de México que disfraza en términos humanitarios la exportación abyectamente inmoral de sus propios desposeídos.
En verdad, semejante cinismo protege directamente el status quo de tres maneras críticas. La huída de los pobres es la aberrante versión mexicana de la teoría de la válvula de seguridad fronteriza de Fredrick Jackson Turner. Pero en lugar de granjeros rumbo al oeste, hay menesterosos rumbo al norte, que simplemente prefieren irse en lugar de cambiar su gobierno.
México recibe anualmente entre 10 y 15 mil millones de dólares en envíos hechos por inmigrantes ilegales en Estados Unidos, un subsidio que no sólo oculta el fracaso político doméstico sino que tiene un precio muy alto para los emigrantes en el extranjero. Después de todo, semejantes transferencias masivas de capital tienen que salir de algún sitio. Los trabajadores pobres que envían la mitad de sus sueldos a sus familiares son forzados a arreglárselas en un Estados Unidos de elevados precios a través de dos exigencias, bajar su nivel de vida al mismo tiempo que dependen con frecuencia de los gobiernos estatales y locales para cubrir vivienda supletoria, educación, ayuda médica y subsidio alimenticio.
En el gran debate sobre la inmigración ilegal raramente ponemos el asunto en estos términos morales. Si la vida en el país de origen está mejorando gracias al dinero que se envía, la primera generación de enclaves mexicanos en Estados Unidos serán pobres crónicamente por no invertir donde viven y trabajan.
México se da cuenta de que, cuanto más tiempo pasen sus pobres fuera de México, es más probable que sientan morriña por su patria, la cual pueden visitar pero a la que no tienen que volver para quedarse. En pocas palabras, la creciente comunidad de emigrantes mexicanos ofrece un valioso peso político con Estados Unidos. Tal como la política lo exige, la comunidad puede ser caracterizada como pobre y explotada para avergonzar a Estados Unidos, o como exitosa y trabajadora para poder reclamar el mérito del boom económico en el Norte. En nuestro orwelliano mundo, el bienestar de los olvidados de México garantiza una mayor preocupación por parte de su gobierno cuando ya no están en México.
¿Cómo hemos llegado a este punto muerto, en el que los americanos están dispuestos a adoptar una solución tan retrógrada como el construir una valla, o en la que México difama como algo rutinario a su vecino del norte? La respuesta la encontramos en la enorme población ilegal –ahora más de 10 millones– y en la incapacidad o la falta de ganas del gobierno americano de sancionar a los empleadores, o de desplegar los recursos suficientes para hacer respetar la frontera. Los números puros y duros han hecho que el debate evolucione más allá de los clichés tipo “nosotros necesitamos trabajadores” y “ellos tienen trabajadores” a algo como “¿acaso no puede Estados Unidos seguir siendo una nación soberana con fronteras?”
Con unos pocos miles cruzando ilegalmente la frontera cada año todos podíamos hacer de la vista gorda. Los libertarios del mercado libre podían sermonear diciendo que los inmigrantes ilegales tonificaban el mercado del trabajo y nos ayudaban a evitar el estancamiento demográfico que ahora sufre Europa. Los críticos de la inmigración ilegal –que se quejaban de que sus propiedades en la frontera sufrían daños o que sus familiares en India y las Filipinas esperaban pacientemente mientras que otros se saltaban la cola de la inmigración– eran rechazados como racistas y otras cosas peores.
A los americanos les gustaba que les cocinaran, que cuidaran de sus jardines y que les lavaran los platos a bajo precio, siempre y cuando esos trabajadores invisibles con poca educación, peor inglés y ningún estatus legal se quedaran invisibles y siempre que la inmigración ilegal no estuviese directamente ligada al hundimiento de la puntuación en los exámenes de las escuelas públicas, o a tener 15.000 presidiarios en el sistema penal de California. Pero, en algún momento del año 2000, se llegó a un punto de inflexión: el tono cambió cuando el número de ilegales sobrepasó la población de estados enteros. También empezó la transformación moral de la controversia, con las tornas éticas vueltas contra los defensores de facto de las fronteras abiertas.
Los empresarios ya no eran vistos como los que ayudaban a la economía americana o a los pobres inmigrantes, sino como parte de la explotación que hace que la ley se convierta en una farsa, que osifica el salario mínimo real, que socava el poder de los sindicatos y que daña a los ciudadanos americanos más pobres. El consumidor americano descubrió que la inmigración ilegal era un chollo para tontos. Se llevaban los beneficios de la mano de obra barata por adelantado, pero después tenían que pagar muchísimo más en el incremento de subsidios para trabajadores a menudo con viviendas en malas condiciones, con muy escasa formación y sin beneficios.
El debate que se está desarrollando ya no es el típico de izquierda contra derecha, sino el de los más privilegiados en discordia con las clases medias y bajas. Por un lado están los medios de prensa escrita de la élite, los tribunales y unos cuantos políticos representando empleadores e intereses étnicos, y por el otro lado los mucho más numerosos y estridentes oyentes de radio, bloggers y telespectadores de noticias, defensores de las urnas y legisladores estatales populistas que reflejan mejor el irritado pulso del país.
Aquellos que tienen granjas y administran hoteles, que contratan niñeras y limpiadoras, que encabezan las organizaciones de los grupos de presión en Washington y que proveen de personal a los ministerios mexicanos, en realidad sí necesitan a los millones de indocumentados que en tantas maneras distintas sirven a sus necesidades. Pero el americano pobre que desea organizarse para lograr mejores sueldos, los reformistas en México que necesitan presionar al gobierno mexicano y la clase media que paga los impuestos y trata de cumpir la ley están cada día más en contra de la inmigración ilegal. Y ya no les importa mucho ser calumniados por sus intolerantes críticos cuando les tildan de nativistas.
Así es que el mundo está al revés. Ignorar la inmigración ilegal, algo que alguna vez fuera noción liberal, es ahora vista como cínicamente intolerante. Y tomar medidas drásticas para hacer respetar la ley –incluyendo algo aparentemente tan absurdo como una enorme valla– es ahora visto como más ético que el actual subterfugio que socava el sistema legal de la nación.
©2005 Victor Davis Hanson
*Traducido por Miryam Lindberg
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Este artículo fue publicado por el Wall Street Journal de Nueva York