En un número especial de la desaparecida revista de historia, Ayeres, dedicado a la memoria de Ramón Salas Larrazábal, relató Ricardo de la Cierva una significativa anécdota. De la Cierva había acumulado una enorme bibliografía sobre la guerra civil, y tuvo motivo para sorprenderse cuando Salas le dijo que todos aquellos libros valían muy poco, pues “la auténtica historia estaba en los ciento cincuenta armarios metálicos sobre los dos bandos de la guerra civil que se conservan en el Servicio Histórico Militar, que él conocía al dedillo, y en las trayectorias personales de quienes habían intervenido en el conflicto (…) Nunca en mi vida me habían dado un repaso semejante. Ramón Salas me convenció por completo sobre la necesidad de atender primordialmente a los documentos, que suelen escribirse sobre la misma realidad, sin preocupación de imagen ni de lo que vaya a decir la Historia en el futuro”. Salas, claro está, exageró la nota a propósito, ya que uno de los puntos flacos de la historiografía española ha sido, y en gran medida sigue siendo, la escasa atención a los documentos primarios.
Hace poco, charlando con el hispanista británico Robert Stradling, especializado en el Siglo de oro y que trabaja actualmente sobre la guerra civil, me comentaba la gran cantidad de archivos que había recorrido en España, y su asombro y el de otros investigadores extranjeros ante el muy escaso número de historiadores españoles que solían encontrar en ellos. Lo mismo me había pasado a mí en los dos o tres años que frecuenté la Fundación Pablo Iglesias: la mayor parte de las mañanas o las tardes que allí trabajé apenas había una o dos personas más consultando papeles, y muchas veces estaba yo solo. Otros archivos donde trabajé, como el de Salamanca o el Histórico Nacional, también solían estar poco poblados. Stradling recordó cómo en sus años de formación los profesores insistían en la importancia de trabajar en los archivos. Al parecer eso no se enseña mucho en la universidad española o, si se enseña, se practica con muy poco entusiasmo.
Ciertamente no todo está en tales registros, tanto porque sólo una fracción de los sucesos históricos queda consignada debidamente y sobre la marcha, como porque muchos documentos, y archivos enteros, han sido destruidos por accidente o por intención, y además existe en ellos mucho material irrelevante. Por otra parte, la investigación archivística no es un trabajo mecánico que todo el mundo pueda hacer por igual: la capacidad crítica y la apertura mental del investigador juegan ahí un gran papel. El historiador tiene, inevitablemente, prejuicios, y si éstos son muy fuertes pueden cegarle a lo que tiene delante. Por ejemplo, los hagiógrafos de Azaña, tan abundantes en años recientes, ocultaron o nunca supieron que su ídolo había planeado e intentado un golpe de estado contra la legalidad republicana en junio-julio de 1934. Fuertes indicios de ese plan encontramos en los escritos del militar azañista Jesús Pérez Salas y en los de Rivas Cherif, pero los hagiógrafos han preferido ignorarlos. En cambio han dado crédito a las autoexculpaciones de su personaje en el Cuaderno de la Pobleta o en Mi rebelión en Barcelona, donde se presenta como un demócrata legalista a carta cabal. El prejuicio empuja a los admiradores de Azaña a rechazar cuanto estropee esa imagen.
Pues bien, ese documento estuvo ante la vista Santos Juliá, quien, o no supo verlo, o no supo relacionarlo con los testimonios de Pérez Salas y de Rivas –si acaso los conocía–, o no quiso mencionarlo, pese a su trascendencia, porque arruinaba la imagen de un Azaña demócrata. Algo así puede decirse de historiadores como David Ruiz, que también visitó los mismos archivos de Largo Caballero, al parecer sin demasiado provecho. O de Javier Tusell, que ni siquiera percibió la trascendencia de los movimientos de 1934. Quizá lo más cómico ha sido el enfado de estos historiadores ante el descubrimiento de ese hecho y otros, y sus llamamientos a imponer la censura a mis libros.
Citaré otro ejemplo llamativo del valor de la documentación primaria, que he expuesto en Los mitos de la guerra civil. En un apasionado pero no muy apasionante libro titulado Memoria de la guerra civil. Los mitos de la tribu, el estudioso Reig Tapia trata de “poner en su contexto” el asesinato del hijo de Moscardó y de otros derechistas en Toledo, señalando que se efectuó en represalia penosa, pero explicable, por un bombardeo “fascista” causante de la muerte de mujeres y niños. Muy bien, pero unos partes estudiados por Ramón Salas demuestran que el tal “bombardeo fascista” lo realizó la aviación izquierdista sobre el alcázar, habiendo caído fuera de su objetivo una bomba que, efectivamente, mató a un grupo de civiles. Las represalias contra el joven Moscardó y otros presos se efectuaron pese a conocer las autoridades del Frente Popular el origen de la bomba. O bien Reig ignoraba lo publicado por Salas, cosa lamentable, o lo conocía pero prefirió seguir con el mito, cosa peor aún.
El peso del prejuicio puede llevar a mutilar los puntos esenciales de un documento, falseándolo. Un caso “de libro” es la forma como trata Preston una carta de Francisco Franco a su hermano Ramón, tras el fracaso del golpe militar con que quisieron imponerse los republicanos en diciembre de 1930. Ramón, un exaltado izquierdista por entonces, se había exiliado y pedía ayuda a Francisco, el cual le contestó con una misiva del máximo interés para el historiador, porque descubre la actitud política del futuro Caudillo. Pero Preston se limita a comentar: “Francisco demostró un interés compasivo hacia Mi querido y desgraciado hermano”, enviándole algún dinero y recomendándole que se apartara del “odio y la pasión”, etc. Estas frases apenas si tienen algún valor personal, y dejan al margen el punto clave de la carta: “La evolución razonada de las ideas y los pueblos, democratizándose dentro de la ley, constituye el verdadero progreso de la patria, y toda revolución extremista y violenta la arrastrará a la más odiosa de las tiranías”. Estas frases explican en gran medida la disciplinada actitud de Francisco Franco ante la república. Como es sabido, pero poco señalado, fue el último en rebelarse contra ella, después de que lo hubieran hecho desde los anarquistas a Azaña o Sanjurjo, pasando por los socialistas, los nacionalistas catalanes y los comunistas. Se rebeló entonces contra un proceso revolucionario, concluyendo que la democracia no podía funcionar en España. Un principiante podría caer en el error de Preston con la carta, pero, al no tratarse de ningún principiante, difícilmente podemos dejar de atribuir el fallo a una manipulación deliberada.
Sirvan estos ejemplos como indicación de ciertas dificultades en el manejo de la documentación primaria y su reproducción, ante las que debe prevenirse el investigador, sobre todo si es joven. No se reduce todo a consultar archivos, como dicen pomposamente ahora algunos historiadores de la rama progre, incapaces de cumplir sus propias recomendaciones. Capaces de escribir, en cambio, como Tusell sobre mí: “Se trata de un polemista que utiliza fuentes secundarias y libros muy conocidos para defender unas tesis elaboradas con carácter previo, nada originales pero de uso inmediato para la política”. Cualquiera que haya leído mi trilogía sobre la guerra civil puede comprobar con qué desvergüenza pueden mentir unos autodeclarados “historiadores profesionales”, muy malos profesionales en todo caso.
Yo me he molestado en demostrar concretamente numerosos y graves errores de método, de datos y de análisis en Tusell, Preston, Reig, Juliá y bastantes más, mientras que ellos no han podido en ningún caso hacer lo propio conmigo. Ellos se han limitado siempre a declaraciones tan generales y vacuas como las citadas, que leo ahora en un comentario del nacionalista catalán Borja de Riquer, otro de esos historiadores que tanto contribuyen al desprestigio de nuestra universidad. Sobre él hice algunas observaciones críticas en el libro Una historia chocante, y ahora parece querer vengarse tomando a Tusell como escudo. Pobre escudo.