John McCain, senador republicano por Arizona, propuso recientemente una enmienda a un anteproyecto de Defensa en un intento de encontrar un modo de llenar el vacío legal en las leyes antitortura ya existentes. La enmienda, a la que se opone el Presidente Bush, es una buena idea para Estados Unidos pero no necesariamente por las razones citadas por la mayoría de críticos del gobierno actual.
Contrariamente al convencionalismo popular, la tortura ha dado resultados a lo largo de la historia, bien sea para acceder a inteligencia importante que a veces ha servido para salvar vidas o, más injustificadamente, para obtener confesiones vergonzosas de aterrorizados prisioneros. Por tanto, la pregunta que debe hacerse una democracia liberal no es si la tortura es efectiva en ciertos casos, sino preguntarse que si lo que obtenemos al aplicarla vale la pena, ya que genera publicidad negativa y un efecto desmoralizador sobre una sociedad convencida de que su causa y sus métodos se basan en principios morales que están muy por encima de los de su enemigo.
Los que se oponen a la tortura tampoco pueden decir que sea algo completamente ajeno a la experiencia militar americana, por lo menos basado en lo que sabemos de ella incluso en las llamadas "guerras buenas" como la Segunda Guerra Mundial. Hubo soldados americanos –a veces bajo el arrebato por la pérdida de sus compañeros o por obtener información crucial– que ejecutaron o torturaron a prisioneros japoneses y alemanes. Aquellos que lo hicieron operaron con el tácito acuerdo de no preguntar ni comunicar nada, a sabiendas que, de vez en cuando, era una práctica efectiva y que sus superiores raramente les castigaban por ello. Y, a pesar de ello, el soldado norteamericano nunca descendió a los niveles de depravación comunes y corrientes en la Wehrmacht, el ejército soviético o el ejército imperial japonés.
Tampoco tiene mucho fundamento el argumento de que, si usamos la tortura, eso sólo envalentonará al enemigo para que trate brutalmente a los prisioneros americanos. ¡Vaya tontería! Los americanos capturados ya han sido filmados siendo decapitados, tiroteados y quemados y sus cuerpos mutilados colgados para escarnio público.
Sabemos, tanto por el credo que profesan como por su conducta, que a Al Qaeda no le importa nada el comportamiento civilizado. Su barbarismo es innato y no está fundado en ninguna noción de reciprocidad. Las decapitaciones y las torturas de prisioneros sucedieron antes de la humillación sexual tan abundantemente fotografiada en Abu Ghraib. Los soldados norteamericanos ya han comprendido lo que significaría rendirse a los terroristas de Al Qaeda; ya han visto a otros occidentales apareciendo encapuchados y con traje de faena en Internet antes de perder sus cabezas al grito de "Alá es el más grande".
Otros sostienen que al usar la tortura sólo conseguiremos la reprobación del mundo progresista, especialmente el europeo. Quizá sea así pero, por razones que van más allá de la guerra en Irak, Europa, la ONU y las organizaciones internacionales de derechos humanos culparán a Estados Unidos, haga lo que haga. Parece ser que condenar nuestras faltas leves, a la vez que se ignoran los delitos graves de los bárbaros, asegura a estos utópicos, dedicados a observar desde la barrera, una agradecida sensación de superioridad moral. Lo hemos visto con Guantánamo. Los europeos tienen fijación con los interrogatorios americanos de terroristas asesinos hechos prisioneros, pero callan cuando se mata, se tortura o se olvida a miles de personas en el gulag de Fidel Castro a sólo unos kilómetros de distancia. Irán, Corea del Norte, Serbia y el Irak de Sadam torturaron y ejecutaron a decenas de miles sin mucho miedo a que la ONU o los europeos fuesen a sacrificar sus propias vidas y su dinero para acabar con semejante barbarismo endémico.
También existe el peligro de que en el momento en que tratemos de cuantificar específicamente lo que constituye la tortura, podamos definir como resultado del utópico debate subsiguiente cualquier cosa, desde la privación del sueño a fuertes ruidos, como algo inaceptable. En realidad, podríamos provocar como consecuencia involuntaria el despertar el menosprecio de los terroristas encarcelados a causa de nuestras pretensiones morales. Dejarían de estar preocupados por sufrir dolor y pasarían a ocuparse de presentar muchas exigencias nuevas a sus legalistas anfitriones, desde comidas étnicamente correctas hasta protocolos acerca de cómo tocar sus coranes.
Bien podríamos admitir ya que, al abjurar el uso de la tortura, probablemente estaremos en desventaja para obtener información clave y quizá pongamos en peligro vidas americanas en nuestro propio territorio. (Irónicamente, todos los que ahora alegan que somos demasiado rudos, criticarían sin duda alguna "los defectuosos datos de inteligencia" o nuestra "incompetencia" si hubiese otro ataque terrorista en una ciudad americana.) Nuestra discreción no nos asegurará que los soldados prisioneros sean mejor tratados. Ni nuestros aliados ni la ONU sabrán apreciar nuestra tolerancia. Los terroristas seguramente despreciarán nuestra magnanimidad, como si fuésemos débiles en lugar de buenos.
Pero ése es justamente el riesgo que debemos correr al apoyar la enmienda McCain, porque es una reafirmación pública de los ideales de nuestro país. Estados Unidos puede ganar esta guerra global sin usar la tortura. El que no recurramos a lo que es tan natural para los terroristas islámicos también define la nobleza de nuestra causa, recordándonos que no necesitamos ser como nuestros enemigos y que no nos volveremos como ellos.