Tanto trabajo, para que venga Montilla y lo eche a perder. Los dirigentes del PSOE y sus amigos llevan unos años empeñados en probar que toda España era antifranquista en tiempos de Franco. Hace una semana, nos contaron cómo habían contribuido a que corrieran ríos de champán a la muerte del dictador. No nos lo habíamos creído los que no tenemos necesidad ni intención de reescribir el pasado. Pero se entiende que un partido, que como tal estuvo missing de la oposición activa a la dictadura, quiera colgarse medallas. Sea como sea, ése era el estribillo: nadie apoyaba a Franco y el régimen se mantenía por la represión. En estas llega Montilla y dice que los que iban a la plaza de Oriente irán el sábado a la Puerta del Sol. En román paladino: que los mismos franquistas que acudían a la tal plaza, se entiende que de motu proprio, asistirán al acto del PP. ¿No habíamos quedado en que no había franquistas? Pues no.
Claro que si esos franquistas existieran y se manifestaran a favor de la Constitución, Montilla debería celebrarlo. Un demócrata se felicitaría de que los viejos franquistas, pues jóvenes no han de ser si hace treinta y tantos años aclamaban a un Franco asomado al balcón, se hubieran reconvertido. Pero de las virtudes democráticas del ministro caben ya tantas dudas como de su probidad. Es más, esta andanada suya abre un nuevo interrogante: ¿defiende Montilla lo que ha prometido cumplir? Su feroz descalificación de un acto de apoyo a la Carta Magna equivale a proclamar su desafección a ella. Pues bien, si no le place, debería dimitir. Relevado de su puesto y de su promesa, que haga campaña por la reforma del texto.
La pregunta era retórica. El nuevo Estatuto pergeñado por el parlamento catalán se carga la Constitución por los cuatro costados y él lo apoya. Hasta el extremo de negar a quienes rechazan el proyecto el derecho de manifestar su opinión. Vamos, que al que decían que era moderado, le han salido unos dientes liberticidas. Y alguien debería leerle a Montilla la cartilla que no leyó. Los derechos fundamentales, por ejemplo. Los mismos que su partido conculca en Cataluña, empleando la coerción y la represión, y resucitando el inquisitorial método de la delación. “En el reino de las personas, los hombres traban afecto entre sí; en el Imperio de las cosas –decía Camus del marxismo soviético- los hombres se unen por la delación”. ¿Será ese el pegamento de la construcción nacional que gesta allí la alianza nacional-socialista?
Será. Si no por el terror, por el temor. Y ha sido el mismo Montilla el que ha venido a recordarnos una de las más claras expresiones de temor al terror que se han visto en España: aquella que hace cinco años, tras el asesinato de Ernest Lluch, protagonizó la casta dirigente catalana. Cuando los congregados en repulsa del crimen gritaron a favor del diálogo con ETA. Recién vertida la sangre, suplicaron la componenda con los terroristas. Justo lo que un grupo terrorista quiere oír; aquello por lo que mata. Eso sí que fue, Montilla, impresentable.
Ha aludido, por fin, el ministro a unas reformas que van a acabar con los privilegios de unos pocos. Reformas invisibles son ésas, de momento. En cambio, bien visibles resultan los que gozan de favores y prebendas. Él y su partido, sin ir más lejos. Que al resto de los mortales los bancos no les perdonan las deudas.