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Víctor Llano

¡Ojo con la Levodopa!

Después de escuchar el último discurso de su carcelero, ni una sola de sus víctimas dudará de que sus nuevos despropósitos sólo servirán para se multipliquen la miseria, la desigualdad y la corrupción

Quiere ser el más rico del cementerio y no piensa consentir que sus muchos hijos pierdan lo que robó para ellos. Castro –harto de que le despojen de lo que considera suyo– advirtió a sus cómplices de que no está dispuesto a permitir que los que roban a un ladrón disfruten de cien años de perdón. Según Esteban Dido, “la revolución –amenazada de muerte por la corrupción– es el triunfo de la virtud sobre el vicio”, por lo que se dispone a abanderar la penúltima batalla en contra de los que se sirven del socialismo para vivir como capitalistas sin escrúpulos.
 
Tenga o no tenga Parkinson, lo cierto es que el coma-andante volvió a demostrar que está como una cabra. Ahora –después de casi 47 años de miseria, fracasos y dislates económicos– amenaza con perseguir “la corrupción, el desvío de recursos y las ilegalidades”. Tras acusar a los “nuevos ricos” –funcionarios, ¡taxistas!, trabajadores por cuenta propia, intermediarios, administradores de pequeños restaurantes privados– de quedarse con los frutos del socialismo, el Máximo Líder convocó a los más jóvenes –que sólo confían en una lancha ligera y segura– a cambiar la sociedad cubana para que en el nuevo orden no encuentren espacio los consumistas corruptos que, incapaces de asumir los logros de la robolución, se sirven de ella para disfrutar de lo que no les corresponde.
 
Los cubanos no sólo han de sobrevivir entre los chivatos fascistas que en cualquier momento pueden acusarles de desafectos al servicio de la “potencia enemiga”, han de soportar lo que para cualquier persona en su sano juicio resultaría insufrible, y es la omnipresencia de un loco peligroso que hoy les amenaza con suprimir incluso la cartilla de racionamiento, la famosa “libreta” que conocí de niño y que jamás cubrió las necesidades más perentorias.
 
Después de escuchar el último discurso de su carcelero, ni una sola de sus víctimas dudará de que sus nuevos despropósitos sólo servirán para se multipliquen la miseria, la desigualdad y la corrupción. Castro no podrá impedir que se enriquezcan los que viven de la prostitución, del tráfico de propiedades robadas y del narcotráfico. Él les enseñó a servirse del sufrimiento ajeno. Tendrá que conformarse con repartir con ellos los frutos de sus crímenes. Ni él ni los más favorecidos de sus herederos podrán impedirlo.
 
En la Isla de los cien mil presos sólo existen dos modos de emprender la lucha contra la corrupción. Uno –va a ser que no– que Castro vuelva a practicar submarinismo. El otro, que alguien le esconda la medicación o confunda el tratamiento. No es mi intención dar ideas a los que sueñan con sentarse en su poltrona de Gran Madame, pero si el dueño del mayor lupanar que existe en el mundo insiste en quedarse con todo lo que ganan sus chicas y chicos, tendrá que asumir el riesgo de que “un nuevo rico instalado en la cumbre de la corrupción” convenza a su médico para que le cambie la Levodopa por un placebo.

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