La sociedad catalana es hoy una sociedad sojuzgada por su clase política, que parece resentida y acobardada. Resentida hasta el punto de creer que está siendo explotada por el resto de los españoles, en particular, los andaluces, extremeños, castellanos y gallegos, es decir, los españoles con una menor renta per cápita. Y acobardada por la incertidumbre económica.
Esta situación de amedrentamiento es posible porque lo que sí es real es que las zonas más industrializadas de España, que son las de mayor tradición empresarial, como la propia Cataluña, el País Vasco, o por otras que tienen un cierto peso industrial, como Madrid o Valencia, se están enfrentando, hoy, al reto de la globalización, que se traduce en una competencia aguda para sus empresas. Mayor que la que soporta el resto de España; más que, por ejemplo, el conjunto de Madrid, una autonomía en la que predomina el sector servicios que es, por una parte, más competitivo y, por otra, está más protegido que el sector industrial, además de contar con un alto nivel educativo medio, lo que le permite competir mejor.
El miedo a la globalización, un temor comprensible porque la competitividad del conjunto de España es reducida, está siendo aprovechado por un grupo de dirigentes políticos sin escrúpulos, los que dirigen el PSC-PSOE, ERC, CIU y, por supuesto, por el Presidente del Gobierno, el Sr. Rodríguez Zapatero.
Políticos que utilizan ese lógico temor no para explicar a la sociedad catalana que tiene que modernizarse, abrirse, flexibilizarse y mejorar la formación de sus ciudadanos, sino para engañarla, diciéndole que su pérdida de competitividad está provocada por el actual sistema fiscal español, de tal forma que los habitantes de Cataluña pagan más impuestos que los demás y transfieren más de lo que les correspondería, incluso desde una perspectiva que respete su solidaridad con los españoles menos favorecidos. Y que la solución a sus problemas pasa por aceptar un nuevo cirujano de hierro, que cure de golpe sus heridas. Por eso han elaborado un estatuto opresivo, donde los ciudadanos han desaparecido para transformarse en súbditos. Se acabaron sus derechos. Su clase política, con la excepción del PP, ha votado, en su nombre, que, a partir de ahora, no es necesario que sigan pensando. De hecho, y aunque no quieran, si triunfa el nuevo estatuto, dejarán de hacerlo obligatoriamente, porque a Cataluña la gobernará, como hoy, una teocracia nacionalista, dispuesta a reglamentar toda su vida.
Hoy nos ocupamos de la repercusión económica del nuevo estatuto, planteado como reivindicación frente al resto de los españoles. La cuantificación de lo que se supone que pagan de más y transfieren de más los habitantes de Cataluña no es lo más importante del estatuto. Más grave aún es la regulación exhaustiva y despótica del conjunto de las actividades económicas que se desarrolla en su autonomía. Pero sería un error pasar por alto el aspecto cuantitativo. Y me van a permitir desgranar algunas ideas en relación con esas reivindicaciones.
Primero. El sistema fiscal español no es susceptible de parcelación entre todas sus autonomías. El error político que significó el cupo para el País Vasco y Navarra, es un buen ejemplo de cómo las concesiones a los nacionalismos, lejos de constituir una solución, agravan los problemas futuros.
Segundo. Es técnicamente imposible calcular lo que se denominan balanzas fiscales, porque los datos con que se cuenta por parte de la administración tributaria son insuficientes e inapropiados para esa finalidad y esto es así porque los ingresos derivados de los distintos impuestos estatales tienen en cuenta la actividad de las personas y empresas en el ámbito de la nación española, no en el de las autonomías, consideradas como entidades independientes. Y es imposible asignar los ingresos correspondientes a los tributos estatales, el IVA, el IRPF, el Impuesto sobre Sociedades y las propias cotizaciones sociales, en función de la residencia, tanto de personas como de empresas.
Tercero. Incluso si se pudiera. Incluso si las peticiones de más dinero de los nacionalistas y la izquierda catalana se atendieran. Y fueran cuales fuesen esas cantidades, el resultado no sería el que se ha hecho creer a los habitantes de Cataluña. El dinero público, el gasto público, nunca arregla los problemas. Y menos aún los gravísimos problemas de competitividad que afrontan tanto Cataluña como el resto de España.
Y, en el otro extremo, si ese dinero se hurtara a andaluces, extremeños, castellanos o gallegos, no les afectaría gravemente, porque su renta depende, básicamente, de su trabajo y de su productividad y sólo en una pequeña parte esas transferencias afectan a su nivel de vida. Un mayor gasto público marginal no les ha ayudado en el pasado ni les va a ayudar en el futuro para mejorar su situación. Porque del atraso relativo tampoco se sale con dinero público, sobre todo si, como ocurre en muchas de esas autonomías, el gasto público es arbitrario y está politizado. La prosperidad depende de muchos otros factores. Y los habitantes de esas autonomías deberían estar –ya– legítimamente hartos de tener que escuchar que son los habitantes de otras regiones más desarrolladas los que les permiten vivir con dignidad. Pero, repito, es imposible calcular el cuánto de las balanzas fiscales y, segundo, es una mentira inaceptable decir que los que transfieren se empobrecen y que los que reciben trasferencias en la España de hoy viven a costa de los primeros.
Pondré dos ejemplos. El primero, la autonomía de Madrid, que es la que más transfiere, hipotéticamente, lo que no la impide crecer más que Cataluña. Segundo, la antigua Alemania del Este, como ejemplo de la inutilidad de las transferencias sin otras políticas liberalizadoras. En la práctica, la antigua Alemania del Este sigue empobreciéndose en relación con la de Occidente.
Cuarto. Puestos a hacer balanzas, sin embargo, ni el PP ni ninguna persona responsable puede aceptar un estatuto sólo centrado en las balanzas fiscales. En aras a la equidad y la solidaridad, sería necesario elaborar otras muchas balanzas, para calcular las transferencias fiscales que deberían producirse entre las diferentes autonomías españolas. Y sé que hablar de estas balanzas es también absurdo, porque es imposible calcularlas, cuantitativa y cualitativamente; pero no me resisto a hacerlo.
Las balanzas más significativas serían las siguientes:
a. Balanza comercial entre Cataluña y resto de España.
b. Balanza financiera y de inversiones entre los mismos sujetos, que trataría de analizar quién ahorra, dónde lo hace, quién invierte y dónde lo hace.
c. Balanza de ingresos y pagos a la Seguridad Social y compromisos de pago de pensiones futuras, pues es muy evidente que el nivel de pensiones que se paga en Cataluña, por ejemplo, es sustancialmente más alto que el que perciben los andaluces, por poner un ejemplo. Y que ni los unos ni los otros han cotizado lo suficiente a lo largo de sus vidas laborales para recibir la suma de pensiones medias que recibirán –en promedio– a lo largo de sus vidas.
d. Balanza de los costes de la educación y de la formación. Como hacían los países socialistas cuando alguien quería irse del país, se debería calcular cuánto se ha gastado la autonomía de origen en los emigrantes que se van, por necesidad, a buscar trabajo en otras partes de España. En el caso de Cataluña, es evidente que debe mucho a los habitantes de Andalucía, Extremadura y Castilla la Mancha, por ejemplo.
e. Por otra parte, habría que dividir el total de la deuda pública española entre las diferentes autonomías y no cabe duda de que una parte sustancial de la deuda ha sido provocada por las inversiones públicas en Cataluña a lo largo de las últimas décadas.
Las cuatro primeras balanzas serían abrumadoramente positivas para las regiones más atrasadas de España, frente a Cataluña, Madrid, País Vasco, Valencia y Baleares, que tendrían que transferir a las más pobres una gran cantidad de recursos, en contra de lo que ahora intentan los nacionalistas y la izquierda catalanes.
Pero tengo más propuestas en relación con el tema de las balanzas fiscales. ¿Por qué balanzas anuales? ¿No sería más lógico hacer balanzas cada cinco años o, en el caso de España, una balanza que tenga en cuenta todo el periodo democrático, desde 1977 hasta hoy? Si se hiciera, aparecería, entre otras cosas, el coste terrible de la reconversión industrial, resuelto con gasto público, que fue recibido, en su mayoría, por personas que viven en las regiones más ricas, o el coste tremendo, en términos personales y de gasto público, que significó la realización de infraestructuras llevadas a cabo desde 1977 hasta hoy, para atender el desplazamiento del campo a la ciudad de millones de españoles, que han emigrado, en la mayor parte de los casos, de regiones pobres a ricas.
Pero podríamos ir más atrás y con mayor justicia valorar lo que significó el coste de la autarquía, desde 1939 hasta nuestro ingreso definitivo en la Unión Europea en 1985, que significó, por decisiones dictatoriales, el desarrollo industrial de regiones ya más ricas que las demás, como la propia Cataluña, País Vasco o Asturias. Una industrialización forzada que tuvieron que pagar todos los españoles mediante precios exorbitantes y calidades muy bajas de muchos bienes y servicios y que sirvieron para acumular capitales en manos de familias que habitaban, y habitan, en las regiones más ricas de España. Además de los enormes costes fiscales que soportaron el conjunto de los ciudadanos, para compensar la exención de impuestos para estas actividades, con las que favoreció el estado a las empresas que se constituyeron, o el coste de la financiación pública, otorgada a tipos de interés insignificantes, mientras el resto de la población pagaba intereses –si es que se le concedían los créditos–, a tipos cercanos o superiores al 20%. Y podría ir aún más atrás y nos encontraríamos con un panorama similar desde la Restauración.
Pero, repito, aunque pudieran calcularse todas y cada una de estas balanzas, y el resultado agregado se convirtiera en pagos de unas autonomías a otras, sus efectos en el desarrollo, y sobre todo en el futuro, de los que pagan o de los que recibirían esos fondos, sería muy limitado, porque mucho más importante que esas transferencias es contar con una legislación que fortifique el Estado de Derecho y la economía de mercado, que evite privilegios y monopolios y que limite el intervencionismo, la presión fiscal y el nivel del gasto público.
Una reconsideración fiscal como la que propone el estatuto del Sr. Rodríguez Zapatero sólo puede provocar resentimiento y victimismo entre los residentes en Cataluña, y rabia y malestar entre los supuestos receptores de esas transferencias injustas en las regiones que los reciban.
Y me temo que eso es, precisamente, lo que pretenden los nacionalistas y el PSOE del Sr. Rodríguez Zapatero: sembrar el resentimiento y dividir a los españoles.