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Juan Carlos Girauta

Consenso

sólo algunos socialistas que no temen por sus futuros emolumentos expresan la evidencia: nada debe hacerse sin el máximo consenso

Que se alcen algunas voces en las filas socialistas –y entre ellas nada menos que la de Felipe González– pidiendo el máximo consenso en lo concerniente al Estatuto catalán es algo que nos devuelve por unos momentos a la lógica virtuosa sobre la que se construyó nuestra democracia. Parece evidente que las opiniones del ex presidente del gobierno, de Bono o de Ibarra reflejan, en este punto, las de buena parte de su partido. Ellos simplemente pueden hablar porque nadie va a dejarlos fuera de ninguna foto, que es lo que sin duda le ocurriría al diputado de a pie que osara discrepar de la línea gubernamental.
 
No hay que engañarse, toda esta crisis, de principio a fin, es resultado directo de la irresponsabilidad de Zapatero, de su falta de compromiso con las premisas de nuestra democracia, de su manía de entroncar con la Segunda República, de su incurable sectarismo y de una dinámica política que se remonta a la segunda legislatura de Aznar y que se traduce en fatídica ley: cuanto más maniqueo, simple, demagógico y cainita es el discurso socialista, más medra Zapatero.
 
Los ponentes catalanes del estatuto, incluyendo a los separatistas, no hubieran introducido el término “nación” en el articulado (hasta ellos comprendían que era flagrantemente inconstitucional) si no les hubiera animado el presidente del gobierno al exponer sus extemporáneas dudas sobre el concepto. Los convergentes no habrían apoyado el proyecto si él no hubiera convocado secretamente a Artur Mas el 19 de septiembre para darle carta blanca a un régimen financiero que exasperó al mismísimo conseller Castells. La prensa catalana y varios importantes empresarios no habrían apostado por la desmesura si él no se hubiera comprometido pública y reiteradamente a aceptar el Estatuto que llegara del Parlament. No se habría formado el tetrapartito de hecho, con sus embajadas y su concertada pedagogía capitalina, si él no hubiera dado tan sobradas muestras de inanidad, de falta de apego a la Constitución y a la propia idea de España.
 
Como resultado de todo esto, los insensatos de siempre y los que acaban de perder la sensatez se han llegado a creer que es posible modificar sustancialmente el modelo político español en contra del partido que representa a más del cuarenta por ciento de los ciudadanos. Y cuando ese partido invoca la Constitución y denuncia los peligros que la acechan, los zapateros y zapateras, lejos de comprender la gravedad de la fractura, pretenden aprovechar la circunstancia para seguir explotando la demagogia de la derechona y de la caverna.
 
Como decíamos, sólo algunos socialistas que no temen por sus futuros emolumentos expresan la evidencia: nada debe hacerse sin el máximo consenso. No albergo esperanza alguna de que al incendiario de la Moncloa le entre en la cabeza.

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