Ni en los peores tiempos de Felipe González, ni en los de mayor debilidad de Adolfo Suárez llegó la democracia española a extremos de humillación institucional tan repugnantes como los que está padeciendo con Zapatero. Sólo una absoluta falta de patriotismo y una desvergüenza sólo comparable con su sectarismo ha podido permitir que el Gobierno de la todavía nación se comporte como un reyezuelo de taifa pagando en especie a su señor lo que le apetezca pedir. ¿Oro? El oro que quiera. ¿Piedras preciosas? Las que hagan falta. ¿Plazas fuertes? Cuantas apetezca el amo. ¿Cien doncellas? Y doscientas, si quedan tantas en el reino. No hay cesión imaginada que no esté automáticamente concedida. No hay abdicación a la que no esté dispuesto el que no tendría necesidad de ninguna. Ha llegado a tal extremo su costumbre de pagar, que paga sin deber nada y hasta a los que le deben todo. Lo malo es que no paga de su bolsillo, sino del nuestro. Todos los españoles pagamos lo que Zapatero ha decidido derrochar.
Que Maragall esté dispuesto a cualquier cesión, concesión, humillación o abdicación con tal de pasar a la Enciclopedia Catalana como el padre moderno del separatismo consensuado con Madrid es, hasta cierto punto, razonable. Nunca ha sido otra cosa que un señorito nacionalista jugando a progre y, como tal, ha actuado cuando ha tenido ocasión de hacerlo. Pero que Zapatero esté dispuesto a cargarse el régimen constitucional para respaldar a Maragall linda con la alta traición, si semejante traición no discurriera al nivel de las alcantarillas. Zapatero está apuñalando por la espalda la soberanía nacional. Zapatero, con tal de llevar a ese desgraciado Congreso de los Diputados donde una partida de separatistas catalanes le otorgan la más raquítica mayoría de los últimos veinticinco años, un Estatuto de Autonomía catalán, el que sea, está dispuesto a pagar lo que sea. Lo que sea y algo más.