Si ayer al SPD le cupo albergar alguna posibilidad de mantenerse en el poder, sólo cabe atribuirlo a que Keynes tenía razón cuando aseguró que la cosa más difícil del mundo no es que las personas acepten las ideas nuevas, sino hacerles olvidar las viejas. Tan en lo cierto estaba que los efectos secundarios de aquel brebaje anestésico que él mismo patentara, el estado del bienestar, son los que han provocado la enfermedad crónica de la Alemania unificada. Esa esclerosis múltiple de su economía que mantiene a cinco millones de trabajadores postrados en un sofá y encadenados durante todo el día al mando a distancia del televisor. Además de un cuadro clínico que presenta las mayores subvenciones por habitante de Europa, los costes laborales unitarios más altos del planeta; una seguridad social que tolera jubilaciones anticipadas a los cincuenta años, en quiebra técnica; y para acabar de arreglarlo, una tasa de natalidad que se desploma año tras año.
Quién sabe, con el reuma socialdemócrata del viejo capitalismo renano, tal vez ocurra como en aquel cuento de Kafka en el que los campesinos de las aldeas más remotas del imperio decidían suicidarse al saber de la muerte del emperador, cincuenta años después de que hubiese ocurrido. Porque Angela Merkel se ha desgañitado durante toda la campaña predicando en el desierto sobre espíritu de trabajo, productividad, disciplina y responsabilidad, pero el efecto narcótico de la droga se antoja más potente que su verbo. Y es que con la Alemania de hoy sucede lo mismo que con la Francia de siempre: disponen del mejor engranaje político, económico, cultural e ideológico para triunfar en el siglo XX; y no conceden arrinconarlo, porque la mayoría sigue persuadida de que es el resto del Universo quien se arrastra con el paso cambiado.
Sin embargo, su compulsivo forzar los límites del estado del bienestar ya hace tiempo que dejó de tener la más mínima posibilidad, por tangencial que fuera, de ser compatible con el mundo de la realidad. La adicción colectiva a ese potente alucinógeno para eternizar la infancia pudo coexistir con una economía nacional ensimismada y centrada en la industria como motor principal. Aunque únicamente porque un gran camello, el Estado, aún era capaz de mantener el control del mercado interior y de las principales variables macroeconómicas que le afectaban. Pero en un escenario abierto dominado por el sector exterior, los servicios y la alta tecnología, ni los yonkis incurables se aferrarían a un veneno tan letal.