Gandhi, el pacifista que puso en marcha en la India un movimiento de masas que acabaría en degollina, vivía con su séquito de mujeres devotas gracias a la generosidad de unos cuantos comerciantes. El hombre era vegetariano, pero sibarita, de forma que entre esto y lo otro, la cuenta salía por un pico. Uno de sus mecenas describió una vez la situación con esta deliciosa paradoja: “Se necesita mucho dinero para mantener pobre a Ghandi”. Que viene a ser lo mismo que sucede hoy entre los países ricos y los pobres. Cuesta un riñón mantenerlos en la miseria.
Y más que costará si se incrementa la ayuda externa tal como anuncian los que van de Gandhis de nuestro tiempo. Pocas cosas hay que más contribuyan a condenar a la miseria a esos países que “la devastadora necesidad de los europeos por hacer el bien”, por decirlo en palabras del keniata James Shikwati. Que corroboraba una periodista del mismo país. Y a las pruebas se remitían: los países que más fondos han recibido son también los que peor están. No hay ningún país que haya salido de la pobreza mediante la ayuda exterior. La cual, como recordaba Fernando Serra aquí, sólo es “un excelente método para que los pobres de los países ricos transfieran dinero a los ricos de los países pobres”.
La ayuda puede ser un recurso puntual, pero como procedimiento sistemático no es abono para el crecimiento, sino esterilizador del terreno. El dinero y las mercancías que introducen se cuelan como un virus destructor en los mercados locales, sentencian al campesinado y a otros productores, alimentan a las cleptocracias y no estimulan la emergencia de la seguridad jurídica e institucional que se precisa para el desarrollo. Las conciencias bienpensantes de los países prósperos quedan aliviadas, pero los pueblos receptores aprenden a ser mendigos y no independientes. Es lo que llevaba a Shikwati a exclamar, cuando la cumbre del G-8 se disponía a aumentar la ayuda a África, “por el amor de Dios, detened eso”.
La caridad mal entendida y peor aplicada por los demagogos del mundo próspero huele a paternalismo colonialista. Crea lazos de dependencia. Y ello a la vez que esos campeones de la filantropía con dinero ajeno blindan sus mercados, impidiendo el acceso de los productos de los países pobres, que es lo que les permitiría despegar. Décadas de experiencia, razonamientos y estudios resbalan, sin embargo, sobre la piel de políticos de todos los pelajes. Desde Villepin, a la derecha, a Zapatero, otro cero, pero a la izquierda. Y no sólo políticos, que la peña incluye a empresas, artistas y otras buenas gentes, sin olvidar a las ONGs.