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Serafín Fanjul

Banderas de España

A la imposición agresiva de los separatistas, el Estado responde con el abandono. Ni siquiera nos ayuda, ni aprovechamos, el ridículo que hace estos independentistas en sus excesos

Si España no existe, ¿por qué va a existir su bandera? Es una lógica impecable, del mismo modo que no cabe esperar fidelidad ni apego a la Nación en quienes no usan de tales debilidades respecto a su supuesta ideología de origen, dizque “de izquierdas”. Poco respeto y afecto por antiguallas remotas (símbolos) y conceptos superados (Unidad nacional, Historia, Cultura Española, la misma palabra España) se pueden esperar en un partido socialista aplicado a proteger y acrecentar la buchaca del segundo capitalista del país. Así pues, ¿a qué tanto alboroto de la derechona porque, total, oyes, qué importan unos coloritos más o menos en la constelación de calcomanías que presidiría la reunión de presidentes autonómicos? Cada uno con su gallardete, grímpola, banderola (Carrillo dixit, aunque ahora nadie se acuerde) en su sitio, como corresponde al embrión de los futuros Estados Desunidos que nos prepara la sabiduría de Rodríguez. Si España no existe y se omite, con buena lógica, la enseña de aquel vetusto arcaísmo, error de la Historia y cifra de cuantas maldades imaginarse pueden ¿qué pito toca en tan selecto y docto concilio el presidente del gobierno de una entelequia llamada España? Dejen a los autonómicos desarreglarse como mejor les pete y no interfieran, so metiches.
 
Pero vamos a las banderas. Uno ha visto el fervor con que honran a su bandera en los países más diversos: México, Estados Unidos, Argentina, no digamos Francia…En alguno, caso de Cuba, ni siquiera paran mientes en que el diseñador de ese pabellón fuese Narciso López, declarado y militante anexionista a Estados Unidos. En otros, de independencia e invención reciente y por tanto corta vida de su símbolo nacional máximo (Argelia, Irak, Túnez, etc.) cubren las formas con mucha dignidad. En una destacadísima nación europea (Alemania), los colores nacionales han servido en y para regímenes y situaciones no sólo distintas sino abiertamente contrarias y enemigas: desde los tiempos del Kaiser hasta la República Federal de hoy mismo, pasando por la República de Weimar, el Nazismo y la autotitulada República Democrática Alemana felizmente pasada a mejor vida, todos mantuvieron la misma enseña, sin alharacas ni estridencias pero, también, sin vergüenzas ni rubores. Y es el caso de Italia. Y de otros.
 
También es cierto que la Historia Universal es ancha y larga y, por supuesto, ha habido cambios, supresiones, adiciones, reducciones, etc. en función de cambios políticos drásticos, conquistas, creación de nuevas naciones o cataclismos sociales muy notables, pero la tónica general en este tema es de prudencia y normalidad, porque a nada bueno conduce andar modificando los símbolos externos de representación de algo que, en principio, debe subsistir: la Nación. El baile de San Vito institucional sólo lleva al desapego general de los ciudadanos (y ciudadanas) hacia el entramado político y hacia sus símbolos, justo lo que han conseguido aquí los políticos de izquierda con su frivolidad y no pocos de la derecha con su cobardía. Digámoslo claramente: han logrado que a nadie le importe nada. O casi. De ahí los cada vez más frecuentes olvidos de floristería y papelería que nos llueven tan a menudo, hasta el momento en ayuntamientos catalanes y vascos (pronto tendremos epidemia en Galicia), en la Generalidad de Barcelona y el gobierno vasco, con las autoridades de “Madrid” y los jueces mirando para otro lado.
 
A la imposición agresiva de los separatistas, el Estado responde con el abandono. Ni siquiera nos ayuda, ni aprovechamos, el ridículo que hace estos independentistas en sus excesos: he visto pintadas ikurriñas de gran tamaño, o pegatinas chicas, en la Bodeguita del Medio de La Habana o en las lanchas de buceo de Cayo Coco, en los meaderos de las Pirámides, en la Ciudadela de México y en el Macchu Pichu. Estos tíos es que no paran, ni en vacaciones. Qué fe, para que luego hablen del trasnochado nacionalismo español, cuando ellos lo están reproduciendo a escala liliputiense en las latitudes más inimaginables. En agosto pasado, mientras un servidor degustaba un excelente Eisbein en una terraza de Nuremberg, bajó del Burg una bandada de jovencitos, vascos a todas luces, capitaneados por dos curas –seguramente el día anterior asistirían al encuentro con el Papa en Colonia por la fraternidad universal– y enarbolando una bandera del PNV en el extremo de una caña de pescar de cuatro metros. ¡Qué pelmazos!
 
La supuesta izquierda española (perdonen por el gentilicio, pero de alguna manera hay que denominarla) suele esconderse ante la cuestión con el subterfugio de que la bandera nacional es “la de Franco” y, por tanto, ellos no se sienten solidarios con semejante trapo. Bueno. Se les contesta, pero ni lo oyen ni se enteran –de verdad, no se enteran: El País  no habla de estas cosas– que la republicana del 31 sería tan preterida y humillada como la otra y que la rojigualda es creación de Carlos III, en 1785, para la Armada; que luego se adoptó para las Plazas Marítimas (1793); que la levantaron las Milicias en 1820; que pasó al Ejército de forma definitiva en 1843; que la Iª República, con buen criterio, la mantuvo en 1873; que Riego la alzó en Cabezas de San Juan en 1820… Riego… ¿qué Riego, o riego? ¿De qué habla este hombre? Ese fulano, suponiendo que fuese alguien, no figura en la Play Station. No se enteran, pero si se enterasen les daría igual: los nuestros son los nuestros y siempre tienen razón y sus actos son santos y buenos en todas las ocasiones, incluido el sinvergüenza de Lerroux que promovió la tricolor y nos creo un conflicto para el futuro que es el presente.
 
Pero no fue sólo Lerroux, lo de aquí es el despelote, los listos imponiendo cualquier cosa que se les ocurra y el malgasto de energías, tiempo, atención y dinero (algo habrá costado la “papelería” en este caso) en asuntos que deberían estar zanjados hace muchos años. Un atisbo de normalización hubo cuando el PCE –ahora se ve que por razones de mera táctica– aceptó la bandera nacional, hasta que el PSOE, durante el gobierno de Aznar, vio en ese punto –como en otros por igual gratuitos– un medio de marcar, como los perritos, su territorio “de izquierdas” a falta de propuestas que sí lo fuesen. Y empezó de nuevo la vaina. Pero con el elemento adicional, casi inexistente en tiempos de Lerroux, de que cada “nación” esgrime su bandera contra todas las demás y, desde luego, contra ese ente de ficción llamado España. Unas tienen una vida larga o un entronque en la historia bastante razonable, sean o no antiguas: la cuatribarrada de Aragón que adoptaron los distintos territorios otrora parte de aquella Corona, el escudo de Castilla y León, la de Navarra. Otros se fueron a fantasías carnavaleras como proclamar los colores del Betis bandera de Andalucía arguyendo que así eran los estandartes Omeyas y, ya se sabe, en esa tierra quien no es Omeya, desciende de ellos; y no faltaron los calcos de enseñas extranjeras como la vasca, o de banderines de señales marítimas en alguna otra; ni las invenciones puras y duras, paradigma de las cuales es la de Madrid que –como bien dictaminó Alfonso Ussía– tiene menos predicamento y suscita menos respeto que las grímpolas del Corte Inglés. Folklore, banalidad, majadería: en el fondo, todo muy español. Y luego dicen que España no existe.

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