Cuando supe hace días la noticia
del galardón –por fin, certero y justo–,
mi seco corazón de fraile adusto
volvió a creer de nuevo en la justicia.
Una oleada intensa de delicia
me hizo sentirme joven y robusto.
Noté por un instante tanto gusto…
que la cosa rayaba en la impudicia.
Brindé hasta con champán –y soy abstemio–,
y “¡Alonso, Alonso, Alonso!” fui gritando,
por dar de mi alegría testimonio.
¡Qué chasco al enterarme de que el premio
se lo dan a un piloto, un tal Fernando,
y no al ministro insigne, José Antonio!