Silenciado por los ecos de la tragedia del Katrina y por buena parte de la prensa progresista internacional, a quién no gusta demasiado que su adorada ONU sea puesta en solfa, el escándalo del Programa Petróleo por Alimentos adquiere cada día mayores dimensiones. A las revelaciones de hace unos meses sobre los contratos realizados por Naciones Unidas con la sociedad de inspección suiza Cotecna, y al ya demostrado nepotismo en el que cayó su Secretario General tras la contratación de su hijo por parte de dicha empresa, se sumó ayer la imputación del diplomático francés Serge Boidevaix. El juzgado de París sospecha que Boidevaix, como diplomático y como ex presidente de la Asociación Franco-Iraquí de Cooperación Económica, se benefició de sobornos y comisiones a cuenta de un programa que tenía por objeto facilitar la vida a los iraquíes durante el embargo y que lo único que consiguió fue llenar los bolsillos de un número aún no determinado pero grande de funcionarios de la ONU, diplomáticos y comisionistas internacionales.
Por encima de las anécdotas y de los casos particulares que han salido y seguirán saliendo a la luz conforme prosiga la investigación, lo que demuestra el inmenso escándalo de corrupción perpetrado a la sombra y en las narices de Kofi Annan es que la ONU no sólo ha de ser reformada a fondo sino que los cambios han de empezar por su Secretario General, número uno de una burocracia ineficiente, politizada y, ahora más que nunca, señalada directamente por el mayor escándalo de corrupción de su historia. Porque, aunque sea difícil de seguir dada su naturaleza eminentemente financiera y su multitud de ramificaciones internacionales, el hecho es que el Programa Petróleo por Alimentos se convirtió durante varios años en un grandísimo agujero por donde se colaba una cantidad siempre creciente de dinero, un dinero que fluía como un maná de las empresas adjudicatarias de petróleo iraquí a las manos del dictador y, de ahí, a opacas cuentas bancarias a nombre de renombrados diplomáticos y políticos occidentales.
Según se desprende del informe presentado por el senador Volcker, el monto total de la operación excedió los 100.000 millones de dólares, de los cuales más de 10.000 millones fueron derivados por Sadam hacía transacciones ilícitas. Los padrinos del dictador, convenientemente remunerados, se convirtieron en sus más leales paladines cuando, en 2003, la cosa se puso fea para el despótico gobierno de Bagdad. No es extraño, por ejemplo, que las compañías petroleras rusas cerrasen contratos por valor de 19.000 millones de dólares con Irak o que empresas francesas pusiesen a disposición de Sadam hasta 3.000 millones de dólares en supuesta “ayuda humanitaria” que terminó siendo destinada al ejército iraquí. Cuando hace dos años y medio el presidente Bush anunció la intervención militar fueron los gobiernos ruso y francés los más férreos detractores de la misma junto al Secretario General de Naciones Unidas. Tal coincidencia de pareceres no tiene pinta de ser, con lo que hoy se sabe, una simple casualidad. De hecho, Kofi Annan estaba desde febrero de 2001 al tanto de que el embargo a Irak se estaba violando abiertamente. El Secretario General, sin embargo, no hizo nada. Prefirió mirar hacia otro lado mientras concentraba sus fuerzas en escudriñar hasta la última coma de la resolución que Washington presentó en la ONU para acabar de una vez por todas con un régimen sanguinario y corrupto como el de Sadam Hussein.
A estas alturas poco puede alegar Annan en su defensa. Su gestión al frente del organismo internacional ha sido pésima. Su alineación sin fisuras con tiranías de todo pelaje y su más que probado recelo hacia ciertas democracias occidentales que no son de su agrado ha quedado fuera de toda duda. Pero no sólo eso, su imagen como máximo representante de la ONU ha quedado tan corroída que urge su relevo. Las Naciones Unidas se enfrentan a una histórica y decisiva reforma, Kofi Annan, definitivamente, no es la persona indicada para llevarla a cabo.