Los elementales desenfoques del señor Juliá sobre los Borbones, los Austrias y el siglo XIX, resultan minucias al lado de sus chocantes opiniones sobre el XX. Azaña, cree él, planteó “la visión más certera de España con mucha distancia de todos”, pues “anticipó en los años treinta una visión de España que cuajaría medio siglo después”. Esa visión consistiría en “fortalecer la democracia, con el Parlamento como centro de decisiones y con la incorporación de los obreros y clases subalternas”.
Entristece un poco constatar cómo un intelectual puntero de la izquierda y supuestamente experto en Azaña, manifiesta en tal grado no sé su ignorancia o su falta de sentido crítico. El líder republicano de ningún modo aspiró a fortalecer la democracia. Definió la república como un régimen “para todos los españoles, pero gobernada por los republicanos”, es decir, gobernada por sus afines, una concepción próxima al despotismo (más o menos) ilustrado. Lo repitió varias veces, y cuando volvió a gobernar, en 1936, anunció que “el poder no saldrá más de nuestras manos”. Todo un “fortalecimiento” de la democracia.
Por supuesto, podría haberse tratado de frases sin consecuencias, corrientes en los políticos, al estilo de esas ocasionales expresiones antiparlamentarias de Gil-Robles, que siempre se le echan en cara pese a no haberse acompañado de hechos. Pero en el caso de Azaña los hechos se correspondieron con esas palabras, y fueron las frases en que también se proclamaba demócrata y liberal las que apenas surtieron efecto. Entre otras muchas cosas propició una Constitución no laica, sino anticatólica, hostil a los sentimientos y creencias de la mayoría, que vulneraba las libertades de conciencia, expresión, y asociación, y reducía a los religiosos a ciudadanos de segunda. Redujo luego a poca cosa las libertades constitucionales mediante la Ley de Defensa de la República, que permitía la detención y la deportación sin acusación, el cierre arbitrario de periódicos y otras medidas igual de democráticas. Ley aplicada por él ampliamente contra las derechas y contra los anarquistas. Su concepción despótica le llevó a intentar reiteradamente el golpe de estado cuando las derechas ganaron democráticamente las elecciones, en 1933. Le llevó luego a aliarse, en el Frente Popular, con fuerzas revolucionarias declaradamente resueltas a imponer la llamada “dictadura del proletariado”, es decir, de ellas mismas. Y en 1936, al volver al gobierno de forma anómala, Azaña se aplicó, junto con su amigo Prieto a ampliar su poder ilegítimamente mediante una arbitraria revisión de actas, la no menos ilegítima destitución de Alcalá Zamora, el ataque sistemático a la independencia de los jueces, etc., mientras la ley la imponían desde la calle sus aliados revolucionarios y él se negaba a cumplir y hacer cumplir la Constitución.
Tampoco procuró Azaña “la integración de los obreros y clases subalternas”. Su actitud hacia ellas fue paternalista y utilitaria, él mismo la explicó claramente: aspiraba a situar a los republicanos como cabeza, o “inteligencia”, dirigiendo a los “brazos” constituidos por “los gruesos batallones populares en la bárbara robustez de su instinto”. Los obreros debían servir de instrumentos en el “programa de demoliciones” diseñado por la “inteligencia”. Él mismo fue víctima de esa ilusión manipuladora que le arrastró a jugar al aprendiz de brujo: durante el primer bienio no serían los católicos quienes llevaran a su gobierno a la crisis, como el señor Juliá viene a indicar, sino los “gruesos batallones populares” anarquistas. Y, al no haber aprendido la lección, volvió a ocurrir algo semejante en 1936: los anarquistas, los socialistas y otros acosaron a su gobierno, manteniéndolo en crisis permanente.
Estos hechos y otros muchos por el estilo, los ignora al parecer el señor Juliá, o pretende que se ignoren, o no le dicen nada a él sobre el democratismo de su ídolo. Pero si el programa de la transición de los años 70 se hubiera parecido al azañista, como él asegura, hay pocas dudas de que la democracia habría vuelto a naufragar en España hace ya bastantes años.
Más sorprende el señor Juliá al atribuir el fracaso de Azaña a “un gran error: no contó con la reacción del mundo católico, muy violenta”. Esto ya cae en el ámbito de la caradura. Cuando Azaña, apenas llegada la república, amparó desde el gobierno la oleada de incendios de iglesias, bibliotecas, obras de arte y centros de enseñanza por el único delito de ser católicos, ¿con qué violencia respondieron los agredidos? Con ninguna. Cuando impuso por rodillo, no por consenso, una Constitución anticristiana, la violencia de los afectados consistió en anunciar su propósito de reformarla dentro de la legalidad, si ganaba las elecciones (lo cual ni siquiera llegó a cumplir). Cuando, tras ganar la derecha las elecciones, él intrigó para invalidarlas y convocar nuevos comicios con “garantías” de triunfo izquierdista, la derecha católica reaccionó con tal violencia que… se mantuvo fuera del gobierno, pese a tener derecho a encabezarlo. Después de que el partido azañista expresara su solidaridad con los revolucionarios en octubre de 1934, anunciando su disposición a recurrir a “todos los medios” contra las instituciones republicanas, la derecha ni siquiera disolvió a su partido autodeclarado faccioso, y prefirió olvidar sus amenazas. Cuando Azaña volvió al poder en el 36, aliado con los elementos más extremistas y violentos de la época, las derechas católicas le apoyaron con la esperanza de que, por su propio interés de “burgués”, frenase la revolución y el caos social…
En fin, ¿de qué reacción violenta habla este historiador? Cuando por fin se sublevaron las derechas en julio del 36 contra un proceso revolucionario alentado de hecho por el propio Azaña, ya se habían rebelado sangrientamente contra el régimen los anarquistas, el pequeño sector derechista de Sanjurjo, los socialistas, los comunistas, los nacionalistas catalanes y algunos otros, procurando en todos los casos el aplastamiento de los católicos.