El "nocáut" de Mike Tyson, el campeón mundial de los pesos pesados más joven de toda la historia, fue considerado por el "Washington Post" como una de las diez noticias más importantes del año 1990. No en vano, Tyson llegaba invicto al combate que se celebró aquel 10 de febrero en el Tokio Dome de Japón, habiendo dejado tras de sí una estela de "cadáveres deportivos". Se cruzaban apuestas sobre cuánto tiempo le aguantaría al "terror del Garden" su próximo rival, y a quien más sorprendido dejó la derrota de Tyson fue al propio Buster Douglas, que llegó a aquella pelea con la vitola de víctima propiciatoria y salió luciendo ni más ni menos que el cinturón de campeón mundial. Aquel fue el día más importante en la carrera profesional de Douglas que después declararía que no existía en el mundo una sensación comparable a la que se tiene siendo el número uno de los pesos pesados. El hecho es que nunca acabó de creérselo del todo y luego pagaría los platos rotos ante Evander Holyfield, ese sí un campeonísimo de los pies a la cabeza, a quien no fue capaz de aguantar en pie tres asaltos.
Yo creo que el objetivo de James Buster Douglas, la consigna clara con la que salió al ring, fue siempre la de evitar como fuera ser noqueado. De hecho, en el octavo asalto, Tyson, después de siete asaltos anteriores muy físicos, siguió escribiendo con normalidad el guión previsto inicialmente por todos los especialistas mundiales y tiró a la lona a Douglas. Nada en absoluto hacía presagiar lo que más tarde ocurriría en el décimo asalto. Aquello fue la constatación definitiva de que un mal golpe se lo puede llevar cualquiera, incluso el boxeador que quizás haya tenido la pegada más demoledora jamás conocida.