El agosto que empieza va a servir de anestesia, como todos los agostos que recuerdo. Gobiernos y jueces, políticos y empresarios han caído de nuevo en la tentación de tomar las más comprometidas decisiones en los últimos días de julio, a sabiendas de que sus dudosos decretos o resoluciones, sus inesperados virajes estratégicos y sus suculentas compraventas gozarán de una relativa impunidad. Es la sordina del hipnótico oleaje, duermevela de la España sesteante. Las mejores cacicadas hay que hacerlas justo antes de que llegue el mes de todos los olvidos: cuando toda reacción se pospone, cualquier barbaridad se impone.
De ahí ciertos levantamientos parciales de secretos de sumario, de ahí las admoniciones a la prensa libre. De ahí los paquetes de medidas sobre radio y televisión que han de situarnos de una vez, según promete la vicepresidenta, en el siglo XXI, más plurales que nunca. De ahí las concesiones analógicas y digitales (a dedo). De ahí la gran jugarreta de Carod rompiendo la paz del tripartito, sentenciando un proyecto de Estatut en el que simularon trabajar con fe y ahínco, montándole al PSC un frente alternativo. ¡Deslealtad!, claman los socialistas. Pero antes de la anestesia ya sólo queda tiempo para que Carod replique que su única lealtad es para con Cataluña. Súbito cambio de escenario que pone en peligro a dos gobiernos. Y ¡zas! El silencio, las playas, el agosto.
Sin embargo, España sigue leyendo la prensa, escuchando la radio, viendo los noticiarios de televisión. Este mes de cloroformo y bronceador consigue sus efectos porque la prensa se pone un silenciador, la profesión baja la guardia, los más agudos se tornan romos y los más lúcidos se aturden. A lo mejor el público agradecería que los analistas nos mantuviéramos alerta. Por otra parte, casi la mitad de los españoles no va a practicar nada parecido a un veraneo. Y muchos otros lo dejarán para septiembre.