Un informe de una ONG habla de la deuda histórica de unos españoles sobre otros en la guerra civil y me quedo frío. Es preocupante para quien se preocupe por la reconciliación, en realidad, por el desarrollo de una política democrática, leer un Informe de Amnistía Internacional, que exige al Estado, como si éste fuera algo así como un sujeto físico, una reparación legal, material y moral a las víctimas del franquismo y la Guerra Civil. Después de tanto tiempo pasado, y sobre todo después de haber superado una transición modélica en algunos puntos, este tipo de exigencias suenan muy demagógicas. Al instante, aparto de mi vista el perverso informe de Amnistía Internacional, y miro instintivamente una mesita donde hay varias fotografías antiguas. Fueron puestas allí por manos conciliadoras. Unas son de la familia de mi mujer y las otras, de la mía. Todas están mezcladas. Fijo la mirada en dos de ellas. Son de dos hombres jóvenes que jamás conocí. Los dos murieron en la guerra civil. Uno, el más joven, se casó el mismo día que murió. El otro, un poco más maduro, murió también muy joven dejando viuda y cuatro huérfanos.
Miro una de ellas. Es de un tío-abuelo. Uno de mis hijos es el vivo retrato del tío Antonio, un tío carnal de mi padre y, por lo tanto, tío-abuelo de quien le escribe. Inevitablemente tengo que recordarlo. Pero no hablaré de la nostalgia que me produce contemplar el retrato color sepia de mi tío-abuelo, porque no llegué a conocerlo. Nostalgia, de verdad, y también mucha tristeza, me da recordar a quien me hablaba de él. Mi padre. El tío Antonio murió cuando mi padre era un adolescente. Fue juzgado y ejecutado al final de la guerra civil. Mi padre me lo contaba todo con mucha discreción. Él tuvo que ir a recoger su cadáver, cuando sólo tenía catorce años. Tengo la sensación de que para mi padre el tío Antonio, anarquista y cristiano, fue siempre un referente moral y, por supuesto, político. No obstante, las pocas veces que mi padre hablaba de la muerte del tío Antonio, quizá de su ídolo, jamás lo hizo para estigmatizar a sus adversarios y enemigos. Había en mi padre un ánimo de reconciliación tan grande, tan paradigmático, que jamás he vuelto a verlo reflejado en hombres de generaciones posteriores. Había que olvidar y, sobre todo, que nada de todo aquello volviera a ocurrir.
Ahora, miro la otra fotografía. Pertenece al abuelo de mi mujer. Mi otro hijo, Juan, se parece a él. El abuelo Juan era un pequeño comerciante, que al comenzar la guerra en un pueblo de Andalucía fue apresado, nadie sabe muy bien por qué, y le dieron el paseíllo. Mi suegra habla con dolor de la prisión y muerte de su padre, cuando ella era una niña, pero no guarda odio sobre los que colaboraron en la ejecución de su padre. Una vez me contó, después de insistirle, que algunos de los que mataron a su padre aún viven. Cumplieron condena en la cárcel, otros se exiliaron y regresaron, pero ella no guarda rencor, porque aquello fue una guerra civil terrible. Lo importante es olvidar, perdonar y mirar con piedad el pasado.
La generación de nuestros padres ha sido muy castigada, pero nos ha dado una lección de reconciliación nacional digna de mejor futuro del que les prepara la nueva generación de socialistas en el poder. Sólo por la dignidad y la piedad de esa generación, y aunque nos cueste hablar de este asunto de la guerra civil en primera persona, es menester hacer memoria en serio, contar nuestras pequeñas historias como referencias morales; más aún, es necesario que cada uno haga de su biografía una filosofía, una teoría, para responder con rigor a quienes quieren manipular nuestra memoria individual y colectiva. Es menester que nos enfrentemos con decisión intelectual y, sobre todo, con valentía biográfica a la miserable campaña de manipulación del pasado emprendida por un sector del PSOE para legitimar unas pobres políticas autoritarias por su naturaleza populista.
Es, pues, aconsejable que contemos nuestra personal historia, la intrahistoria de la que hablaba Unamuno, antes de cuestionar esa recuperación parcial, y quizá criminal, de la historia de España. Es necesario que cada uno de nosotros ponga las cartas sobre la mesa. Es necesario saber desde dónde hablamos. Es necesario dejar claro si hablamos con espíritu de reconciliación o de revancha. Es menester, pues, contar nuestras historias personales, y eso es lo que he pretendido yo con la mía, para poner en su sitio, en el estercolero de la ciudad, el informe parcial y sectario elaborado por Amnistía Internacional sobre la Guerra Civil española. Pura propaganda. Es un atropello a las mínimas bases morales que deben presidir cualquier informe sobre un hecho tan crucial de la vida de los españoles del siglo veinte. Tampoco seré yo quien hable, ahora, sobre el franquismo, como quiere el Informe. No lo haré ni a favor ni en contra, porque, hoy por hoy, este debate es ficticio, entre otras razones, porque quien lo ha provocado, no sin perversidad, son los hijos del franquismo, especialmente aquellos socialistas que están promocionando un nuevo guerra-civilismo, a propósito de la recuperación hemipléjica del pasado.
Por encima de cualquier otra consideración del Informe, me interesa resaltar que la idea de saldar la deuda con el pasado utilizada por los informadores para referirse a la guerra civil, sólo merece desdén. Quien apela a ese tipo de “deudas” sabe perfectamente que es imposible saldarlas, simplemente porque es una invención suya. La memoria de los muertos, de los caídos, en una guerra civil debe ser recuperada como “memoria pasionis”, como recuerdo crítico del pasado, pero no para echarnos en cara nuestros viejos defectos. Y menos todavía nuestros muertos.
El Informe, por llamarle algo, de Amnistía Internacional refleja, por un lado, un absoluto desconocimiento histórico y ético de lo que pasó en España desde el año 31 hasta la muerte de Franco. Pero, aparte del desconocimiento, el Informe muestra una mala fe difícil de superar. La noción de “deuda histórica” de unos españoles con otros no es la única que demuestra esta mala fe. ¡Fe de Bárbaros! Pero es, sin duda alguna, el instrumento que mejor han utilizado todos los populismos, entre ellos también los nacionalistas, como instrumento de propaganda. En realidad, es una pieza maestra para negar la política, la posibilidad de acuerdos y de conciliación entre partes enfrentadas en un conflicto. Quien utiliza la expresión “deuda histórica” sabe que está engañando al otro, está situándose en el papel de víctima que nunca puede actuar de igual a igual con el otro, al que la víctima considera su opresor.