En la misma tarde del 7 de julio hube de oír de boca de alguien que se consideraría a sí mismo y sería considerado por la sociedad como “intelectual” la frase terrible que encabeza este artículo. Venía a propósito de los atentados de Londres y es un mero correlato de otras sentencias semejantes proferidas sobre las matanzas masivas perpetradas por los terroristas islámicos en Nueva York y Madrid. Cuando las carnicerías se han producido en otros lugares (Bali, Casablanca, Estambul o la permanente en Irak) cuya lejanía geográfica o psicológica respecto a nosotros es mucha, la opinión progresista hispana –y mundial en términos generales- guarda silencio. No se interesan por esos acontecimientos y, si piensan algo sobre el asunto, se limitan a estimarlos parte de ese confuso magma que es el Tercer Mundo, de cuyos males sólo Occidente es responsable, a salvo los sacamantecas locales, de quienes se habla poco o no se habla en absoluto. Pero los atentados “buenos”, los verdaderamente jugosos, son los que se producen en países occidentales, aquellos que se los merecen en toda la línea.
La crisis de valores que provocó en la sociedad norteamericana la guerra de Vietnam hizo que desde sus campus universitarios se irradiara al mundo libre una oleada de ideología políticamente correcta. Y en eso estamos desde entonces. Y decimos “Mundo libre” porque los países a la sazón comunistas, los escasos que lo siguen siendo, China o los países musulmanes son inmunes a cualquier penetración de este género, a la más mínima sombra de autocrítica o de puesta en discusión de sus actos pasados o presentes. Encantados de haberse conocido, no vislumbran el más leve resquicio de duda acerca de responsabilidades en nada, ni siquiera en aquellas calamidades que ellos inducen y que, pronto o tarde, acaban por repercutir sobre ellos mismos. Pero no son esas oligarquías, esas cosmovisiones fanáticas y ensimismadas, el objeto de nuestra atención ahora. Más bien interesa analizar de dónde proceden entre nosotros actitudes donde se combinan escapismo, ignorancia, cobardía y, en el fondo, indiferencia ante los problemas reales de las gentes del Tercer Mundo, sustituidos éstos por una fanfarria de soflamas desmelenadas que exhibe mucho la palabra solidaridad pero sin apearse jamás de las ventajas de buena vida que ofrece el detestable capitalismo, como si fueran un regalo del cielo, maná siempre renovado y que por derecho propio les corresponde.
Es habitual escuchar “Todos somos culpables”, “Algo habremos hecho mal” (eso preguntó a Blair un tal Ekaizer a raíz de los atentados de Londres), pero de ahí se da el raudo salto a “Occidente es culpable”, “Estamos en deuda con los árabes” o, el grado máximo en la irracionalidad, “Nosotros matamos más”. Es cierto que en el caso español incide de modo decisivo el masoquismo nacional, ese regustito necio por insultarnos y exhibir a nuestra nación como el ente más despreciable del universo y que anda muy lejos de la autocrítica histórica y social, de las cuales –paradójicamente- tan necesitados estamos. Se ha comentado mucho y muy oportunamente la muy distinta actitud y actuación de la oposición británica ante el gobierno de su país en este momento doloroso frente a la miserable y oportunista que desplegaron en España PSOE e IU y no insistiré en ese sentido porque, por desgracia, está todo demasiado claro y poco nuevo se puede añadir. Sin embargo, la desvergüenza dolosa y el aprovechamiento de la catástrofe nacional y humana que hicieron los socialistas (y otros que no olvidamos) salieron de algún sitio. No sólo del ansia de revancha política a corto plazo, del hambre de ocho años sin Gales ni Filesas que llevarse a la boca, aunque estos factores también determinasen el descubrimiento de suicidas inexistentes, el acoso físico al PP o la avalancha mediática orquestada por los izquierdistas medios de comunicación propiedad de Polanco.
Estaba el “Nosotros matamos más”, la autoinculpación teórica que pone a salvo a quien la formula, por sobreentenderse que está denunciando –ejercicio de honradez intelectual suprema– a su propia sociedad. Si esa denuncia implicase algún riesgo o perjuicio directo y claro para el denunciante sería digna del máximo respeto y apoyo porque, efectivamente, los occidentales (si existe tal grupo homogéneo) tenemos mucho malo que decir sobre nuestro antes y nuestro ahora, pero como de manera invariable los detractores no sólo no corren peligro alguno sino que se están colocando una medalla de honestidad y reciben los pingües beneficios, en especie o metálico, de tanta generosidad conceptual, no queda más remedio que denunciar a estos denunciantes. Primero, hablan de Occidente, o de su civilización, de modo global, absoluto y homogéneo mientras se esfuerzan por resaltar la pluralidad del islam, la relativización de responsabilidades de la otra parte, objetivo que conduce al todo vale, pero lo nuestro menos. Al culpar a toda la civilización occidental de la bomba atómica sobre Hiroshima están equiparando las ermitas románicas lucenses con el presidente Truman que dio la orden de arrojar las bombas. El dislate dialéctico es de tal dimensión que nos ahorra mayores comentarios.
Segundo, si se les tira de la lengua acaban por declararse fervientes partidarios de que Irán –y cuanto enemigo haya de Occidente por el mundo- disponga de armas nucleares “a ver si así, terminan con Israel”. De tal guisa demuestran desconocer de modo enciclopédico cuantas injusticias, abusos y horrores se dan en el Tercer Mundo por causas endógenas y bien endógenas, así como la catástrofe para la Humanidad en todos los órdenes que supondría el triunfo de tales ideologías y religiones, empezando por la libertad de expresión y la capacidad de autocrítica de que disfrutan estos paladines del Buen Salvaje. Pero al despojar de responsabilidad –siempre toda es de “Occidente”- a los musulmanes cuando cometen atentados atroces en Londres, Atocha o Manhattan, les están privando de su naturaleza humana, su libre albedrío y los están condenando a un estado de inferioridad o edad mental infantil en la que ellos, los gallardos denunciantes, operan con su manto paternalista frente al imperialismo, el capitalismo y “Occidente”, con los cuales y de los cuales viven tan ricamente. O, al modo de la ETA cuando argumenta “si Madrid no nos da lo que pedimos, nos vemos obligados a asesinar a un concejal de Málaga”. Los asesinos quedan, pues, instrumental y moralmente cubiertos, como cuando justifican la compra –y uso- de armas por Sadam Husein, y por tantos otros, con el argumento de que otros se las vendían. La responsabilidad directísima de quien utiliza las armas desaparece ante la más lejana de quien se las vendió, con lo cual estamos en el punto de partida: “Nosotros matamos más”. Viva el triunfo de la razón. Pero el disparate aun se puede mejorar culpando de los atentados a quienes combaten a los terroristas. Por combatirlos, claro. Y ahí asoman Rodríguez, insinuando, y la Manjón acusando, de que el verdadero culpable de los crímenes de Atocha fue el presidente Aznar, que no quiso sumarse al infalible método de la rendición preventiva, tan útil de inmediato para consumo interno, tan desastroso a la larga al eternizar la cadena de las rendiciones.