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Serafín Fanjul

¿Dura Lex?

Pasan los años y los años y la legislación no se corrige, o se hace tarde, mal y nunca. Y siguen acumulándose lágrimas de padres destrozados a los que se priva hasta del consuelo de ver a los culpables pagando su delito

Un suceso reciente (la madre de Benejúzar que quemó al violador de su hija) y la repetición de comportamientos y sentencias más que discutibles en los últimos días (blandura tiernamente comprensiva para con terroristas vascos) por parte de algunos jueces, reavivan el problema de la Justicia en nuestro país. Los mencionados, pese a su gravedad, son meros eslabones de una cadena que viene de lejos y tiene todas las trazas de eternizarse en el futuro. O dicho de otro modo y en palabras de plata: la inmensa mayoría de los españoles –un servidor incluido– no confía en la Justicia. Y no se trata de personalizar y circunscribir el asunto al capítulo de los errores judiciales –¿quién no yerra alguna vez en el ejercicio de su profesión?– o al siempre socorrido expediente de invocar la historieta de la manzana podrida o la excepción que confirma la regla. En el imaginario popular, mucho más vivo de lo que creen –y les gustaría– tecnócratas, políticos de vario pelaje y Jueces-para-la-Democracia diversos, la desconfianza ante el poder está bien fundamentada, por razones muy concretas y sabidas. Y, por favor, no me obliguen a echar mano de documentación histórica porque no acabaríamos. Toda la confusa hueste de juristas, magistrados, jueces, abogados, fiscales, procuradores y hasta secretarios de Juzgado, suscita prevención, cuando no temor y en ningún caso simpatía. Los sabemos solidarios entre sí, siempre con el capote listo para arroparse unos a otros, ajenos a los sentimientos y los intereses de quienes les pagan el sueldo, sacerdotes de una religión muy especial, con tecnicismos bien raros con los que apabullar al vulgo ignaro y útiles para basar cualquier sentencia por indigerible que sea para el sentido común. Si se hiciera una encuesta a fondo sobre la Justicia en España y alguien se atreviera a publicar los resultados, que ésa es otra, centrándose en casos concretos y no en abstracciones angelicales, mucho me temo que los autores serían de inmediato empapelados por hacer tambalear los pilares de la sociedad: ¿por qué no preguntan a los españoles si condenarían a la madre que se tomó la justicia por su mano a la vista del delincuente paseando tan tranquilo?
 
Alguna vez oí a mi abuela un aforismo en forma de versitos representativos de los sentires populares: Tres cousas che cumpren, Vila, // se os pleitos queres ganar:// Ter razón, saber decila// e que cha queiran dar.[Tres cosas necesitas, Vila// si quieres ganar los pleitos:// Tener razón, saber explicarla// y que te la quieran dar]. El mosqueo, pues, viene de lejos y coincidía con la expresión “coiro de xuez” , impenetrable por lo duro, y con alguna letra de pandeirada en que se reafirmaba la idea de la dureza de la piel de los jueces. Hay más ejemplos, pero con éstos basta y no creo que en otras regiones españolas refranes, cánticos y chascarrillos discurran por senderos distintos. En definitiva, los mismos juristas cuando se avienen, condescendientes ellos, a hablar con los mortales sobre estos temas, resumen muy bien la cuestión: “Al enemigo, se le aplica la ley y al amigo, se le interpreta”. Y podemos preguntarnos cuántas interpretaciones no se están produciendo desde hace tiempo. Tal vez en descargo global de los profesionales de la Justicia pueda aducirse que las leyes no las hacen ellos sino los políticos (asesorados por juristas, claro), aunque sí las aplican; y, sobre todo, que la blandenguería generalizada de la sociedad española, su indiferencia ante los problemas colectivos, termina repercutiendo en una clase política y unos juristas más atentos a la imagen de progresismo, con la cual se trepa, que a proteger a los ciudadanos. Y luego nos llamamos a engaño y rezongamos en la salita de estar, o en la cafetería, cuando ocurren sucesos espeluznantes protagonizados por menores, por los heroicos gudaris del tiro por la espalda o por cualquier violador o asesino encarcelado que aprovecha el permiso de fin de semana para matar de nuevo. Premio para los sesudos y suficientes psicólogos y jueces de vigilancia penitenciaria. Suele aducirse entre las razones para abolir la pena de muerte la mera posibilidad de que un solo inocente vaya al patíbulo y en paralelo nos preguntamos si la eventual reincidencia de un solo preso –con muerte de otra víctima inocente– no es una buena causa para replantear toda esta vaina de la reinserción, los permisos y las redenciones.
 
La gente de la calle no quiere discursos y monsergas leguleyas, sino resultados, hartos como estamos de que jueguen a hacer ensayos con champán, en vez de acudir a la muy barata gaseosa. Pasan los años y los años y la legislación no se corrige, o se hace tarde, mal y nunca. Y siguen acumulándose lágrimas de padres destrozados a los que se priva hasta del consuelo de ver a los culpables pagando su delito. Y sigue la burla de condenas de tres mil años que se saldan en dieciocho. Y da lo mismo asesinar a uno o a veinticinco. Siempre habrá delitos y delincuentes, pero la cuestión es en qué proporciones y bajo qué circunstancias y de nada nos sirve que unos cuantos señores (y señoras) se llenen la boca, con los ojos en blanco, invocando el sagrado nombre de Beccaria. No queremos venganza, simplemente queremos justicia para los asesinados por la ETA, por los terroristas islámicos o por cualquier forajido común. Pienso en las niñas asesinadas en la Casa-Cuartel de Zaragoza, en las niñas de Alcasser, en los padres de Sandra Palo, en tantos casos horripilantes más. Para ellos no hay respuesta, sólo largas y vaguedades, como incómodo dedo acusador que son. Y ahora, por añadidura, Rodríguez se apresta a otra finta, a otra burla, como si quisiera dejar bien claro que en España lo de DURA LEX sólo vale para los platos.

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