El paso de Koffi Annan por la Secretaría General de la ONU, será recordado como una de las etapas más corruptas de la historia de esa organización. La magnitud del escándalo del programa «petróleo por alimentos», con el que Sadam Hussein corrompió metódicamente al grueso de la burocracia onusina, ha conseguido lo que hasta hace unos años se antojaba imposible: superar las cimas de putrefacción política alcanzadas bajo la tríada de la socialdemocracia mediterránea González-Craxi-Papandreu. Con esta trayectoria, el reciente descubrimiento del cruce desvergonzado de electrogramas entre el Secretario General de la ONU y la empresa que da trabajo a su hijo, negociando las condiciones de la mordida —todo sea por la legalidad internacional—, es el estrambote final que mejor podía cuadrarle al personaje.
Ahora bien, lo peor de la ONU no es que esté gobernada por un golfillo, al que tan sólo el color moreno de su piel y su obediencia estrictamente progre libran de un juicio mediático sumarísimo. Lo que realmente ofende el buen sentido es que una organización internacional nacida, en rigor, para evitar la III Guerra Mundial, no sólo no haya neutralizado la existencia de conflictos violentos, sino que más bien podríamos asegurar que los ha provocado (en lo que va de siglo salimos a una media de veinte guerras anuales de más de mil muertos), pues cuando a las tiranías sanguinarias se les da asiento en pie de igualdad con los países respetuosos con la libertad y la democracia, se las legitima para realizar su proyecto totalitario. Si la ONU fuera realmente una institución mundial contraria a las tiranías y los totalitarismos, los Boeing 767 del 11-S se hubieran estrellado contra su sede en Nueva York. No ocurrió así, sencillamente, porque el mastodonte burocrático de las Naciones Unidas es una pieza más en el engranaje, puesto en marcha para debilitar a las sociedades democráticas en su esfuerzo por occidentalizar a los residuos totalitarios del planeta.
El proyecto político de la ONU hace mucho tiempo que dejó de ser –si es que alguna vez lo fue– la solución pacífica de los conflictos entre países miembros. En su lugar, la maquinaria burocrática de las Naciones Unidas se ha empleado sistemáticamente para globalizar los tópicos más exacerbados de la izquierda. La lucha contra el hambre se reduce a subvencionar a las cleptocracias de los países pobres, que es la mejor manera para que los pobres del primer mundo mantengan a los ricos del tercero. La lucha contra el SIDA consiste en promover el uso del preservativo –que la mayoría de nativos no volverán a usar tras finalizar la campaña de concienciación y reparto gratuito– y en satanizar a la Iglesia Católica por su visión «retrógada» al respecto, a pesar de que es la institución privada que más colabora para erradicar esa lacra. La pobreza, en fin, es entendida como una canallada que los países ricos cometen con los más pobres, a los que explotan sin misericordia en un juego económico de suma cero. La tosquedad analítica del pensamiento progre alcanza en la política de la ONU su máximo esplendor, para desgracia de aquellos países que caen en sus garras, a los que, de paso, se les impide cometer graves delitos de leso progresismo como establecer instituciones y un marco jurídico que garantice la existencia de la propiedad privada, que es la única forma testada con éxito a escala mundial para salir de la postración económica; los tigres y dragones asiáticos lo acreditan sobradamente.