Si los veinticinco jefes de Estado y de Gobierno de la UE, reunidos desde ayer en Bruselas, creen que en un par de días pueden encontrar una salida, incluso un parche, para tapar la monumental crisis que, más que provocar, ha desvelado la negativa de franceses y holandeses a ratificar el “tratado constitucional”, con ello no harán más que poner en evidencia la irrealidad en la que sigue instalada la clase política europea, incapaz, no ya de encontrar una solución, sino de saber dónde está el problema.
Por ceñirnos a las dos cuestiones que quieren despacharse en estos dos días –el proceso de ratificación del tratado de marras y las discrepancias entono a los presupuestos-, pocas veces se ha afrontado una cumbre con posiciones tan contrarias en asuntos que, a la postre, tampoco son decisivos para sanar a Europa de los profundos males que arrastra de manera estructural.
Hay quienes están tentados por seguir adelante con los procesos de ratificación pendientes, como si no hubiera pasado nada en Francia u Holanda, mientras que otros optan por interrumpir el proceso con la esperanza de que olvidemos lo ocurrido. Así, nada se enmienda y todo se aplaza.
En cuanto a los presupuestos, hay que empezar por decir que se trata de una cuestión menor, pero cuando falla lo fundamental es, precisamente, cuando las diferencias en lo más pequeño se tornan más insoportables. Lo grave no es cómo se pelea cada país por las aportaciones que debe hacer cada uno al presupuesto común. Lo grave es la creencia compartida y sostenida en que las transferencias y los juegos de suma cero a los que se dedican -muy provechosamente, por cierto- nuestros eurócratas, sirven para el desarrollo de los menos desarrollados. Las discrepancias en torno a cómo debe afectar la Política Agraria Común (PAC) en las transferencias de cada estado, no es, aunque a nuestros políticos se lo parezca, el problema. El problema es que nadie cuestione de raíz la PAC, monumental y gravísimo disparate que debería descalificar, por sí solo, todo el proyecto europeo que ahora parece varado por el No ciudadano a la mal llamada “Constitución Europea”.
¿Cómo dar credibilidad, por otra parte, a un tratado constitucional cuando quienes nos los proponen han incumplido simples pero fundamentales normas de funcionamiento comunitario en pro de una Europa viable como son los compromisos a favor de la competencia o de la estabilidad del euro?
¿Cómo tomarse en serio una Europa que se pretende definir también como identidad cultural, cuando se plantea la incorporación a ella de un país que, como Turquía, no es europeo ni geográfica, ni política, ni culturalmente hablando? ¿Cómo, al mismo tiempo y con estas mismas pretensiones, se quiere marcar diferencias con EE UU, cuando los valores occidentales son, precisamente, los que nos dan una identidad común a los europeos?
Si dos días no son suficientes para abordar todas estas cuestiones, tampoco lo es este editorial. Basten ambos, sin embargo, para dejar en evidencia la monumental farsa de esta cumbre que, tal y como ha sido planteada, solo concluirá –solemenemente, eso sí- con que hace falta más tiempo para llegar a las conclusiones.