Hace poco estuve dando unas conferencias en Polonia y pude visitar el campo de Auschwitz, en compañía de Cristina González Caizán, autora de un interesante estudio sobre el marqués de la Ensenada, y de su marido Janeck, que me sugirió unas interesantes pistas sobre el comportamiento de Negrín, de las que hablaré otro día.
En el primer barracón de Auschwitz, detrás del famoso arco de entrada con la inscripción “arbeit macht frei”, están escritas dos frases, una de ellas del filósofo Jorge Santayana, useño, aunque de nacionalidad española: “Quienes olvidan su pasado están condenados a repetirlo”. A todos nos gustaría repetir muchas cosas del pasado, pero los campos de exterminio no están entre ellas.
Sobre el horror de estos campos se ha dicho todo lo que se podría decir, y sería vano por mi parte intentar añadir algo. El crimen es tan espeluznante que muchos lo han puesto en duda. Sin embargo la abundancia de testimonios y el propio hecho de concentrar en tales lugares a millones de personas, no sólo judíos sino también gitanos, eslavos, etc., indica su realidad. ¿Qué objetivo podría tener semejante esfuerzo, detrayendo esfuerzos y recursos de la guerra? Los judíos y los gitanos, antaño presencia constante en Polonia, han desaparecido prácticamente, y no por emigración, desde luego.
La magnitud y características industriales o científicas del crimen plantean terribles interrogantes sobre la naturaleza humana. Pues los desalmados SS encargados de la tarea eran indudablemente tan humanos como cualquiera. A menudo hablamos de “inhumanidad” en referencia a conductas criminales, y sin embargo nada más humano que ellas: entre los animales no existen tales comportamientos. Es más: probablemente los SS estaban convencidos de realizar una tarea “buena”, o al menos necesaria. Lo necesario suele presentarse como un atributo de lo bueno.
Creo que el calificativo “desalmados” tiene mucho más sentido que el de “inhumanos”. Esa gente había perdido el alma. Imposible definir el alma, pero probaré a explicar el asunto. Si atendemos al Génesis, Adán y Eva incurrieron en el pecado original por su ambición de ser “como Dios”, lo cual significaba conocer “la ciencia del bien y del mal”. Se trata, por tanto, de una inclinación permanente del ser humano. Y nada más tentador, en ese sentido, que atribuir el mal a algo claramente detectable para, exterminándolo, abrir paso definitivamente al bien. Para los nazis el mal residía primordialmente en los judíos, como para los marxistas en los “burgueses”. Así, su exterminio se convertía en el supremo bien, en la erradicación definitiva de las fuentes del mal. Me viene a la cabeza el alivio moral que sentíamos los comunistas: sabíamos perfectamente dónde se alojaba el mal, y por tanto nos sentíamos justificados en todas nuestras acciones contra él. Ahí radica, lo sospecho, el sentido profundo de todas las ideologías: encontrar al culpable. La religión, por el contrario, encuentra el mal en cada uno de nosotros, lo considera inerradicable, al menos completamente, porque nace de nuestra propia condición, y obliga a cada uno a un combate agónico (valga la redundancia) contra él.
No estoy seguro del acierto de la postura religiosa, pero sólo un loco o un idiota podría desdeñarla. Hace poco recibí por Internet una carta del socialista francés Jean Jaurès a su hijo aconsejándole fervorosamente una instrucción religiosa, aunque sólo fuera para poder rebatirla con algún sentido. Me llamó mucho la atención: en España la literatura antirreligiosa es de una zafiedad sólo comparable con su ignorancia y simpleza.