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Fernando Díaz Villanueva

Manifestaciones

Manifestarse ahora es de mal gusto y, además, propio de facinerosos que no han digerido bien el resultado de las urnas

Tengo aún fresca en la memoria la imagen de aquel joven radical que en una de las muchas manifestaciones del noalaguerra se llevaba un jamón de El Corte Inglés de la barcelonesa Plaza de Cataluña. Los angelitos habían entrado en el comercio al grito de “asesinos” y raudos se dirigieron al supermercado para dejar patente que, amen de ser unos pacifistas indignados, tenían la despensa a la cuarta pregunta. No pude evitar imaginarme al del jamón compartiendo el botín unas horas después en el centro social okupado con sus compañeros de lucha anticapitalista, maldiciendo al burgués explotador entre loncha y loncha de pata negra acompañado por calimocho de brik. La extrema izquierda es así de entrañable. Hiperlegitimada como está, sabe bien que hagan lo que hagan sus vástagos no será reprobado por nadie, y menos que por nadie por los medios de comunicación, tan aficionados, por otro lado, a este tipo de jolgorios con regusto a viejas rebeldías del mayo francés.
 
Casi al tiempo en que semejante justiciero expropiaba un jamón a Isidoro Álvarez, otros de su misma especie la tomaron con las sedes del Partido Popular. No se salvó ni una. Algunas fueron adornadas con artísticos graffitis, otras rebozadas en estiércol y unas pocas fueron entregadas al purificador fuego de los cócteles molotov. Ya dijo Marx que la violencia es la partera de la historia y no iban aquellos idealistas a desautorizar al viejo maestro que tan buenos eslóganes ha proporcionado a la izquierda de siempre.
 
Lo de 2003 fue un aperitivo al lado de la que organizaron el del jamón y sus cuates del estiércol el día que España entera salió a la calle para mostrar su dolor e indignación por la matanza de Atocha. La cúpula del PP catalán se salvó por los pelos de la justicia revolucionaria y los platos rotos de la explotación capitalista los pagó una pobre anciana que pudo sentir de cerca lo duro que está el asfalto de Barcelona cuando uno se cae sin esperárselo.
 
En estas estábamos hasta que llegó Zapatero al poder y, como por arte de magia, la calle dejó de reclamar justicia. Ya no era preciso, la justicia había llegado el día en que dos jubilados fueron interrogados en comisaría por aparecer en una foto y llevar en la cartera el carné del PP. Ni el del jamón se las hubiera prometido tan felices cuando asaltó la sección de embutidos de El Corte Inglés. La hora de la manifestación ha terminado. Del mismo modo en que la hora de la huelga terminó en Cuba el día que Fidel Castro llegó al poder. Manifestarse ahora es de mal gusto y, además, propio de facinerosos que no han digerido bien el resultado de las urnas. Esa es la consigna a distribuir por la misma televisión y la misma prensa que hicieron luz de gas a la convocatoria de la AVT durante casi un mes. La calle ha callado, y ha de permanecer así mientras los ungidos sigan al frente del Gobierno.
 
Este mes se promete, no obstante, pródigo en muestras de repulsa a los juegos de manos que el Gobierno está haciendo para satisfacer a la parte de su electorado más bizarra. Se ha propuesto negociar con la ETA a pesar de que a casi nadie le parece apropiado. Va a despedazar el Archivo de Salamanca desafiando el sentido común y la más elemental oportunidad política porque se lo ha mandado una minoría insignificante que, además, dice que éste no es su país. Y, por último, ha hecho tragar a todos lo del matrimonio homosexual y las adopciones sin siquiera dejar que una cosa tan seria pudiese debatirse. Se ha cargado el Plan Hidrológico comprometiendo el desarrollo de dos de las regiones más dinámicas por no traicionar un eslogan. Es normal que la gente proteste y que la calle recupere una voz que, naturalmente, no ha perdido nunca. Estoy seguro, eso sí, que esta vez los jamones de El Corte Inglés podrán respirar tranquilos y las sedes del PSOE más.     

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