La identidad de Garganta Profunda (Deep Throat), la fuente de información anónima más emblemática del periodismo contemporáneo, ha salido a la luz en un momento oportuno: cuando el uso de ese recurso como herramienta periodística está sometido a una severa ola crítica.
El caso y sus derivaciones tienen un alto sesgo estadounidense, pero sus alcances son universales, y aportan una excelente oportunidad de reflexión a la prensa y los ciudadanos.
Garganta Profunda fue el punto de referencia esencial al que acudían los reporteros Bob Woodward y Carl Bernstein, del diario The Washington Post, para obtener o cotejar datos y referencias clave durante sus investigaciones del llamado “caso Watergate”.
Gracias a ese trabajo, que reveló una tupida trama de manipulación política, arbitrariedad y ocultamiento en la Casa Blanca, y a la reacción de amplios sectores políticos y sociales, el presidente Richard Nixon se vio obligado a renunciar hace más de 30 años. El periodismo de investigación adquirió entonces una fuerza, popularidad y reconocimiento generales.
Las especulaciones sobre la identidad de la “garganta” oculta y crucial llegaron a su fin hace pocos días, cuando la revista Vanity Fair reveló su nombre y afiliación. Se trata de W. Mark Felt, entonces el segundo al mando del Buró Federal de Investigaciones (FBI) y hoy un sonriente y enfermo anciano de 91 años, convertido en héroe libertario para algunos y en villano traidor para otros.
Sin la colaboración de Felt con Woodward y Bernstein, habría sido casi imposible llegar al fondo de la conspiración montada por Nixon y sus allegados para torpedear la campaña presidencial del partido Demócrata.
En su célebre libro Todos los hombres del presidente, ambos periodistas detallan el intrincado proceso de la investigación y su fluida relación con el informante. A él acudían para obtener pistas e indicios que los guiaran en sus pesquisas o para confirmar versiones de otras personas, muchas de ellas también anónimas. Aunque, en este proceso, cometieron algunos errores, el resultado fue de gran solidez y dio un invaluable aporte a la libertad de información y a la democracia estadounidenses.
¿Habría sido Felt una fuente tan rica de revelaciones si los reporteros no le hubieran garantizado el anonimato que respetaron rigurosamente por más de 30 años? Obviamente, no. Dadas las vinculaciones y exigencias de lealtad institucional del funcionario, el secreto era condición indispensable para la relación. Hoy es posible afirmar, casi con total certeza, que sin ese anonimato, el caso no habría podido cuajar como lo hizo, y Estados Unidos no habría experimentado el acto de purificación que representó la renuncia de Nixon y la exposición de sus secuaces.
Por todo esto, el Watergate es un estimulante caso de estudio sobre la legítima función que, en la historia del periodismo responsable, han cumplido las fuentes anónimas: permitir a los reporteros llegar a información vital que, de otra forma, sería imposible obtener. Se trata de una herramienta robusta y poderosa, pero excepcional. Solo tiene sentido activarla cuando los procedimientos abiertos y las fuentes identificadas resultan insuficientes para acercarnos a la verdad, y cuando los hechos que perseguimos tienen indudable importancia.
Por esa misma razón, también su uso debe ser cuidadoso. Implica, entre otras cosas, tener absoluta (y justificada) confianza en la probidad del informante, someter sus versiones a rigurosos análisis críticos, cotejarlas con otras fuentes o usarlas únicamente como indicios para desarrollar nuevas líneas de investigación, en las que haya más posibilidades de sustento.
Woodward y Bernstein siguieron estas guías y produjeron publicaciones indestructibles, como han hecho tantos otros periodistas a lo largo del tiempo. Pero, a lo largo de ese mismo tiempo, también se han cometido enormes ligerezas con el uso de informantes anónimos, que han conducido a manipulaciones, errores, falsedades y serios perjuicios a la credibilidad de la prensa.
El episodio más reciente, y que ha activado la ola crítica en Estados Unidos, fue una nota de la revista Newsweek, basada en fuente anónima, según la cual un reporte del Departamento de Defensa denunciaría una ofensiva y pedestre “técnica” de interrogatorio a sospechosos de terrorismo en la base de Guantánamo: lanzar por la taza de un inodoro una copia del Corán, libro más sagrado para los musulmanes que la Biblia para los cristianos.
La versión, que produjo violentas y mortíferas manifestaciones en varios países de mayoría musulmana, fue cuestionada por el Gobierno de George W. Bush, la fuente de Newsweek rehusó confirmarla, el reporte oficial nunca se produjo y, ya sin sustento alguno, la revista debió realizar una penosa retractación. Su credibilidad sufrió un severo golpe, dio pie a los ultraconservadores para renovar su ofensiva contra los “medios liberales”, y dio nuevo ímpetu a la polémica sobre las fuentes anónimas, activado en meses recientes por otros escándalos de índole similar.