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EDITORIAL

¿Alguien ha escuchado a Vaclav Klaus?

Si los políticos quieren obsequiarse con una, adelante, pero que se tomen primero el tiempo de escuchar las sabias palabras de Vaclav Klaus y le encarguen su redacción.

Podría haberlo dicho más alto, pero no más claro. Vaclav Klaus, presidente del la República Checa, se despachó a gusto ayer sobre la presunta crisis que padece Europa tras las consultas en Francia y Holanda. Lo hizo durante una visita a Finlandia, país que, curiosamente, no va a someter a referéndum el Tratado Constitucional y cuya presidenta, Tarja Halonen, no tiene aún muy claro si los finlandeses están a favor o en contra del mismo. Klaus, un político de una trayectoria impecable, entregada a la promoción de la libertad desde que Checoslovaquia se sacudiese el yugo soviético, no tiene dudas sobre lo que se está haciendo mal en Europa. El problema, a juicio de Klaus, no es tanto la Unión Europea en sí, sobre cuyas bondades no le caben dudas, sino la deriva estatalista y retrógrada que está tomando en los últimos años.
 
Mientras casi todos los políticos del viejo continente se echan las manos a la cabeza y gimotean haciéndose los incomprendidos, este campeón de las libertades que jamás se ha avergonzado de ser seguidor de Margaret Thatcher, ha entendido a la perfección por qué a la mayoría de europeos no les gusta el texto parido en las zahúrdas de Giscard. Lo hemos dicho en multitud de ocasiones; la pretendida Constitución Europea no es tal sino un infumable Tratado multilateral cuyo objeto es perpetuar una burocracia inmensa e ineficiente que, más que contribuir a la construcción europea, contribuye a su destrucción. Klaus lo ha resumido de un modo magistral asegurando que, de ratificarse, el Tratado separará más a los europeos. Y no sólo por el lenguaje inextricable en el que está redactada, que, llegado el caso, sería lo de menos, sino por la concepción de la política que ha inspirado a los autores del proyecto. Esos que dicen apostar por la Europa social y sostenible, que afirman seguros batirse contra la Europa de los mercaderes, han hecho un documento a su medida cuyo corolario final sería la consagración definitiva de la Europa de los burócratas.
 
Muchos ciudadanos, que no son tan tontos como cree la casta privilegiada que manda y dispone en la UE, se han percatado de las intenciones últimas del Tratado y están manifestándose en consecuencia. No vale el manido argumento, repetido mil veces a lo largo de esta semana, que identifica a los que se oponen a la Constitución como inadaptados o radicales. A ningún ciudadano de la Unión le conviene una Europa así y la clase política debería darse cuenta y dar marcha atrás antes de que sea demasiado tarde. Por un lado, la Unión Europea de los 25 es mucho más que aquel Mercado Común de 1957 sobre el que Francia y Alemania se erigieron como protectoras. Sobre el eje París-Berlín no se puede construir un proyecto en el que están involucradas 25 naciones soberanas, y las que vendrán cuando se incorpore lo que queda de Europa del este. Por otro, los políticos no deben y no pueden seguir jugando a su antojo como déspotas ilustrados que dicen hacerlo todo para el pueblo pero sin contar con él.
 
Lo que ha funcionado de Europa hasta la fecha ha sido el prodigioso espacio económico y humano en el que personas, capitales y bienes se mueven a su antojo creando riqueza y prosperidad. Insistamos en él. La Unión Europea es un invento magnífico con casi medio siglo a sus espaldas y con un futuro brillante si persevera sobre sus bases fundacionales. Si, en cambio, quieren hacer de ella una suerte de megaestado controlado por un gobierno omnipotente lo más probable es que todo se vaya al traste. Una Constitución para todo el continente es innecesaria, y más cuando la mayoría de países cuentan con una propia que garantiza los derechos y libertades fundamentales. Si los políticos quieren obsequiarse con una, adelante, pero que se tomen primero el tiempo de escuchar las sabias palabras de Vaclav Klaus y le encarguen su redacción.

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