Me congratula que varios libertarios digitales hayan seguido el programa de Fernando Sánchez Dragó sobre cocina en el que participé con mi libro Sobre gustos y sabores. Aitor Antxia se percató de que el fino de don Fernando me llamara varias veces la atención por mi frase “el aceite estaba cara”. Tuvo razón el ilustrado dómine al darme esos campanillazos. El aceite es siempre masculino. Procedo al “lexianálisis”. ¿Por qué mi obcecación en el erróneo femenino de aceite? Puede que estuviera pensando en grasa (femenino). O quizá en la locución “aceite virgen”, puesto que la virginidad se asocia con las mujeres. Sin rebuscar tanto, el error procede seguramente de que decimos “el agua”, pero “agua” es femenino. Pido perdón. Solo me cabe el consuelo de los escribanos y los borrones.
J. A. Martínez Pons se pregunta por qué no decimos Benito XVI en lugar de Benedicto XVI. Tiene razón. El santo que invoca el Papa es San Benito, el fundador de la orden benedictina y, enfáticamente, el fundador de Europa. Pero me temo que se quede en Benedicto XVI. La forma de Benito es típicamente española. Al dictador Mussolini su padre le puso el nombre de Benito porque era un gran admirador de Benito Juárez, el caudillo mexicano. Hablando de Mussolini, mi comunicante protesta por el mal uso que se hace de la palabra fascista. Según don J. A. fascista equivale a “cualquiera que no comulgue con lo políticamente correcto”. Le doy la razón a don J. A. Es un abuso ampliar tanto el significado de fascista.
Roque Hernández Durán argumenta la necesidad de mantener los dos apellidos en el orden canónico, primero el paterno y luego el materno. De esa forma se podrá rastrear bien la genealogía. No lo dudo, pero no siempre se sigue esa norma en todos los países y en todas las épocas. La tendencia futura será la de anteponer el apellido materno o paterno, o incluso un tercero, según gustos. Lo que se pierda para los genealogistas se ganará para una sociedad en la que habrá más libertad, digital y de la otra.
Antonio del Saz interviene en la polémica sobre la traducción de nombres eminentes de otros idiomas, a propósito de Tomás Moro. La opinión de don Antonio es que resultaría ridículo que llamáramos con su nombre original a personajes como Julio Verne, Alejandro Dumas o Juan Pablo II. Por cierto, ¿el nombre original de Juan Pablo II sería en polaco o en latín?
José Ramón Casal me comenta la curiosidad con que se designan popularmente algunos gentilicios: cañaíllas (los de San Fernando de Cádiz), chicharreros (los de Santa Cruz de Tenerife) y gatos (los de Madrid). Son innúmeros los gentilicios un tanto sarcásticos o despreciativos con que obsequian a los residentes de un pueblo los que viven en el de al lado. La antigua denominación de la ciudad hace a veces que se construyan gentilicios divertidos: aurgitanos (los de Jaén), ratiños (= ratoncitos, los del Bierzo), denieros (los de Denia, Alicante), gurriatos (los del Escorial), llanitos (los de Gibraltar), caps grosos (= cabezotas, los de Mataró, Barcelona). Se debe recordar la anécdota de José Solís, ministros de Franco, quien preguntó a su colaborador, el filósofo, Adolfo Muñoz Alonso: “¿Oye Adolfo, tú crees que es necesario que los chicos sigan aprendiendo latín en el bachillerato?”. El filósofo le contestó: “Por supuesto que sí, ministro. Si se olvidara el latín tú no serías egabrense”. Los egabrenses son los naturales de Cabra (Córdoba).
Carlos me comunica unas interesantes entradas del Diccionario Marítimo Español, de Timoteo O’Scanlan, editado en 1831 y reeditado en 1974. “Zapatero = Dícese del que maniobra o ha maniobrado mal, o no entiende la maniobra. Jangada: Una mala maniobra. Dícese también zapatería”.
José Enrique de la Rica me da la razón en algunas polémicas que mantengo aquí sobre minucias del idioma. Aporta más candidatos para la autoría del famoso soneto “No me mueve, mi Dios, para quererte”. Cita: el capuchino padre Torres, el franciscano Antonio Panes (el autor de “Bendita sea tu pureza”), el jesuita Francisco Javier, fray Miguel de Guevara, Antonio de Rojas. Pero concluye: “Está usted en su legítimo derecho a proponer a la abulense como autora del soneto de marras”. Gracias por el apoyo. Los otros candidatos no le llegan a la de Ávila ni a la altura de sus sandalias.
Bartomeu Homar se expresa con sinceridad: “Comparto con usted muy pocas opiniones sobre la actualidad política y social de nuestro país, pero no por ello dejo [de] visitar su espacio de LD, en el que siempre encuentro algo interesante que llevarme a la mente”. Gracias, hombre. Por mi parte, las opiniones no son fijas. Propone don Bartomeu que dedique unas líneas a diferenciar entre urbanismo y urbanidad a propósito de la confusión entre los dos términos por el redicho presidente del Congreso de los Diputados. Algo he escrito sobre el particular. La urbanidad es un término de la época renacentista para indicar la virtud del cortesano frente al rústico. El humanismo imperante quería destacar que el hombre de la ciudad debía alejarse del comportamiento rudo, más propio de los animales o de las personas pegadas al terruño. Ese alejamiento era la urbanidad, la urbanía, la cortesanía, la cortesía, la finura, que de todas esas formas se decía. Son famosas las normas de urbanidad que transmite don Quijote a Sancho Panza. Lo curioso es que, en su origen, la palabra urbs (= ciudad) se emparentaba con el surco que marcaba el urbum (= arado o más propiamente la mancera). Era así porque la ciudad nueva se delimitaba, primero, con la traza de los surcos por su perímetro. El urbanismo es un término del siglo XIX aplicado a la ciencia o el arte de planear y remodelar las ciudades.