Lamentan el no francés columnistas y editorialistas de todo pelaje. Insisten en ensombrecer cualquier alternativa a la gran fantasía burocrática, como si lo normal fuese entrar alegremente en la tiniebla giscardiana y lo anormal atenerse a lo conocido. Exhiben el catálogo de males que de repente acechan a Europa. Los periodistas tienen una extraña tendencia a creer en los profesores de derecho internacional; son los únicos que lo hacen. Condenan la fatídica manía de votar siempre en clave interna. Denuncian la generalizada bajura de miras que impide una unión política europea capaz de ponernos al nivel de los Estados Unidos en la toma mundial de decisiones. Pero no. Non.
Lo fatídico es aferrarse a grandes palabras que dejan indiferente al europeo real aunque debieran emocionar y movilizar al europeo platónico. Palabras que no indican nada que tenga que ver con la realidad. La falta de altura de miras la padecen una intelectualidad, unos medios de comunicación y unos políticos insensibles a lo que la ciudadanía les viene gritando a sus oídos sordos: los estados nación no han muerto, por mucho que tantos diplomáticos y catedráticos agiten su necrológica. Los estados nación no piensan practicarse la eutanasia unos a otros porque son mucho más que sus ocasionales líderes. Los estados nación ni siquiera están enfermos.
Lo que convierte a los grupos humanos en naciones, ese pegamento inefable, sigue cumpliendo su función –mantener la civilización– en Francia y en Alemania, en Holanda y el Reino Unido, en Polonia y Portugal. Quizá la única excepción, la única nación que se va a tomar un cóctel de cianuro de la mano de un presidente disfrazado de piadosa Ramona, es España, la nación más antigua de Occidente. España, que dijo sí porque aquí cualquier disolvente de soberanía es bien recibido. Pero tampoco es seguro que el magma que detenta el poder consiga estrenar su Mar adentro.
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