Fue como una estrella fugaz. Iluminó el firmamento de la política tras permanecer en la nada del cosmos parlamentario durante largos años. Ganó el poder en el éter socialista gracias a la corrupción interna, es decir, a los nueve votos de Tamayo. Su áurea publicitaria convulsionó a los integristas antiespañoles que supieron lo insólitamente fácil que el destino, es decir, una oportuna masacre previa a las elecciones generales, les había deparado para sacar de su órbita al país que más había avanzado en la última década en Europa y el mundo entero. Su luz cegó a los depredadores voraces de la convivencia que vieron de inmediato que era la carne de cañón más obscenamente puesta como reclamo dispuesta a pagar cualquier precio por mantenerse en el espacio del poder.
Lo han adivinado. Se trata de José Luis Rodríguez Zapatero. Todo era felicidad, buen rollito, esperanza, amor (homosexual), paz (de los cementerios), cuando llegó César Vidal y con sólo un puñado de certeras palabras, pinchó la bóveda celeste del presidente del Gobierno del todavía reino de España. Tras un año de propaganda hasta la náusea de Zetapé el magnífico, una sola columna en La Razón ha desmoronado la prédica gubernamental desenmascarando la verdadera faz del mala sombra. En efecto, no se trata del afortunado Zapatero, el que convierte en ilusión y realidad los sueños de todos los ciudadanos y ciudadanas, dirigentes y dirigentas a los que con su sonrisa apoya. Es exactamente lo contrario. Estamos ante el más grande gafe de la política española, Gafetero, el hombre que destruye aquello que toca.