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Una causa en las peores manos

El resultado del referéndum francés no es un drama para la construcción europea. Es una excelente noticia, porque la vía del Tratado nos llevaba a un modelo de unión desastroso, a la plena asunción del aislamiento y la decadencia del Viejo Continente

Aunque en estas fechas parezca difícil de creer, en tiempos la causa europeísta fue una causa justa. Gracias a ella los estados del Viejo Continente pudieron recuperarse más rápidamente de los desastres producidos por la Guerra, superaron diferencias seculares, se dotaron de instituciones capaces de coordinar sus actividades y dieron un salto de gigante para adaptarse a una sociedad internacional que se hacía global. Durante años asociamos europeismo con la paz entre estados y entre ciudadanos, con el arraigo de la democracia donde antes se desarrollaron los totalitarismos y con un proyecto de vida en común compatible con las culturas nacionales y con el vínculo transatlántico.
 
Pasó el tiempo y pasaron también generaciones de políticos. En la retina tenemos todavía presentes las imágenes de Köhl y Mitterrand, tratando de recomponer el mapa europeo después de la caída del Muro de Berlín, la descomposición de la Unión Soviética y el fin de la Guerra Fría.
 
Algo ha pasado en Europa para que personas de un nivel muy inferior hayan copado los puestos de máxima responsabilidad. Los resultados están a la vista.
 
Lo que fue un proyecto atractivo se ha convertido en apenas quince años en un Leviatán. Quien durante años tiró del carro, el eje franco-alemán, se ha convertido en un baluarte del conservadurismo europeo, aferrado a un modelo de estado de bienestar inviable. No había que desmontarlo, sino adaptarlo a las nuevas circunstancias. Pero apenas si hicieron algo. Sin reformas ha caído la producción, aumentado el desempleo y se ha agravado la crisis del sistema. Para mantener su edificio en ruinas no han tenido inconveniente en violar el Pacto de Estabilidad y bloquear la Agenda de Lisboa. El europeismo ha pasado así de ser un proyecto de transformación a convertirse en un intento de conservación de un modelo en quiebra.
 
En tiempos, el europeismo era de todos. No había una forma específica de serlo, sino un conjunto de escuelas que postulaban diferentes vías con un talante abierto. Hoy está en manos de comisarios políticos que nos informan en tono amenazante de qué es y qué no es. Si se nos ocurre pensar que el Tratado de la Constitución quizás no es la mejor forma de construir una Europa unida podemos encontrarnos frente a un pelotón mediático, antes de ser conducidos a las cavernas de lo políticamente correcto. Pero, ¿quiénes son ellos para decidir nada?
 
Recientemente han tenido la bondad de comunicarnos que Europa responde a un modelo de civilización distinto al de Estados Unidos. Algo intuíamos al verles en acción. Resulta que sentirse europeo implica rechazar una política vigorosa contra el terrorismo, un compromiso en favor de la expansión de la democracia, una acción decidida para impedir la proliferación de armas de destrucción masiva... Es más, todas esas opciones son reaccionarias e impropias de un ciudadano de la postmoderna, laica, consumista y hedonista Europa.
 
La causa europeísta ha sido y es otra cosa. Su talante despótico e inmovilista ha dañado gravemente una causa justa, la ha privado de su espíritu utópico y creativo y la ha vinculado a un estatismo que difícilmente puede despertar la ilusión de nadie.
 
No es verdad. El resultado del referéndum francés no es un drama para la construcción europea. Es una excelente noticia, porque la vía del Tratado nos llevaba a un modelo de unión desastroso, a la plena asunción del aislamiento y la decadencia del Viejo Continente. Hay otras vías, algunas francamente mejores. Para acceder a ellas el primer cometido es relevar de sus funciones a los responsables de tamaño desaguisado, abandonar unos presupuestos nefastos y devolver a Europa el sentido de la libertad.

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