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Se atribuye la caída del euro, que ha alcanzado su cotización más baja frente al dólar en el último medio año, a la incertidumbre sobre el referéndum francés. Es fácil culpar al variopinto frente antitratado, pero la actual incertidumbre monetaria, y en parte la económica, y en algo la general de Europa -que no son nada al lado de las crudas certidumbres que se avecinan- tienen su origen en el intento de fraude en forma de Constitución con que la gran burocracia francesa, desconociendo los muy diversos intereses que confluyen en el abierto proyecto europeo, ha intentado afianzar su supremacía sobre las estructuras y los mecanismos de toma de decisión de la Unión y, de paso, sobre su filosofía y razón de ser. La Europa que desean Giscard y Chirac combina el más asfixiante intervencionismo, contrario a las aspiraciones de los segmentos más dinámicos de la población europea, con la deslealtad en las relaciones trasatlánticas.
 
Cuando tres cuartas de partes de los franceses ven el futuro con pesimismo (TNS Sofres), es evidente que algo se está haciendo muy mal. ¿Habrá que repetir que las sociedades no prosperan a golpe de regulación? Europa sólo será la potencia que merece cuando sus gobernantes confíen en la sociedad en vez de empeñarse en que la sociedad confíe en ellos. Zapatero ha tomado como ejemplo a un país dedicado a levantar una muralla contra la globalización y a ponerle palos en las ruedas a la única potencia que puede defender a Europa llegado el caso.
 
El acuerdo en los principios proteccionistas y reaccionarios, más allá de la retórica progre, une en Francia a la izquierda entera y a casi toda la derecha. El encastillamiento y la negación de lo no francés –sobre todo de lo americano- lo simboliza a la perfección su héroe transversal, José Bové. Han pedido el sí y el no sobre la misma base. Un gran mercado doméstico, rico y sin tonterías identitarias, se empeña en proteger, filtrar, adaptar, sujetar, regular, cortar las alas a todo elemento dinamizador, desde la tecnología de la comunicación hasta las nuevas formas de gestión. Las grandes transformaciones conllevan reajustes que violentan su sagrado concepto de los derechos adquiridos.
 
En 1997, la presidencia holandesa quería cerrar las negociaciones del Consejo Europeo sin escuchar a Aznar. Pero él perseguía un compromiso: antes de abordarse las cuestiones institucionales para la ampliación, se solucionaría al problema específico de España. El holandés Wim Kok, que no sabía con quién estaba tratando, llegó al borde de un ataque de nervios, y Aznar se salió con la suya, obtuvo el apoyo de Kohl y Blair y redactó la Declaración 50 de Amsterdam, base de la posición española en Niza.
 

La llamada Constitución Europea perjudicaba especialmente a España, y la apoyamos con la alegría de los inocentes. Al establishment francés le convenía, pero su país la considera demasiado liberal. Adiós, Chirac, víctima de tu propia demagogia

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