Atención a los fatimitas. Les gusta reñirnos, bien es cierto que desde hace un tiempo lo tienen fácil: el complejo de culpabilidad que arrastran numerosos europeos, junto al desarrollo económico, abrió de par en par las puertas del continente, en todos los órdenes, a gentes originarias de tierras que fueron colonias o protectorados de determinados países y, lógicamente, a ellos afluyeron en primer término. Francia, Inglaterra, Italia, Bélgica, Holanda recibieron a infinidad de negros africanos, indonesios, paquistaníes, árabes, etc. Unos se integraron en diversos grados y se hicieron partícipes de las gracias y desgracias de las sociedades que les acogían, con mejor o peor talante –por culpa de Rodríguez ya da miedo usar esta palabra en serio- según la sinceridad de sus intentos de integración. Pero tampoco faltaron quienes trajeron consigo sus rencores y odios de toda la vida, prestos a beneficiarse de la economía y la libertad de la sociedad abierta, pero sin depararle a ésta la más mínima concesión en ningún terreno, el moral tampoco.
No huelga añadir que este fenómeno de resentimiento utilitarista se da con frecuencia entre personas educadas e intelectuales con la lengua muy de izquierdas y la barriga muy de derechas, en el peor sentido, tradicional, de la palabra “derechas”. Buenos conocedores de nuestros puntos débiles, complejos y carencias espirituales, publican, viajan, discursean y nos amonestan, cobrando en buenos euros o dólares, con globos de aire rellenos de nada (Los sabores de al-Andalus, Los olores de al-Andalus, al-Andalus maravilloso de las tres culturas, etc.) o nos fulminan desde un Olimpo de Justicia y perfección, autoinvestidos con las tiernas virtudes del Buen Salvaje, cargado como está de razón por nuestras culpas (coloniales, imperialistas, etc.) y habida cuenta de que ellos y sus sociedades de origen jamás perpetraron iniquidad alguna. Les sobra autoridad moral. Para ellos, abroncarnos cuanto más mejor no sólo es un desahogo del odio, también constituye un excelente negocio, dado lo bien que vende entre nosotros el género masoquista. Dicho en español popular, nos han cogido el pan de debajo del brazo. Quienes no toleran -¡y en qué formas!- la conversión al cristianismo de marroquíes, argelinos o tunecinos en sus países (por no pasar a mayores) nos exigen aquí dinero para enseñar y difundir el islam. Valga este único ejemplo por lo significativo y grave que es. Esta relación desigual, a base de victimismo y desvergüenza, se ha convertido en corriente y aceptada como norma y como normal.
En tiempos ya lejanos, España gastaba parte de los pocos fondos de que disponía en traer gentes diversas, sobre todo hispanoamericanos y árabes, para que nos dieran coba. Cataratas de retórica, glorias inmarcesibles del pasado y abrazos con medalla incluida suplían a la inexistente política cultural exterior. Y así íbamos tirando, entre aleluyas a la Virgen de Guadalupe (la mexicana, la cual, en realidad, casi nadie había visto) o encendidas loas a Abderrahmán III y su mezquita de Córdoba (aunque en su reinado la tal mezquita avanzara más bien poco). La España actual, desde que somos ricos –o eso nos creemos- cuenta con muchos más recursos para propiciar panegíricos, sin embargo ahora ya no se llevan y pagamos para que nos insulten y vilipendien. A ser posible, con poca o ninguna razón. Dispuestos a recibir premios, honores, dinero, nacionalidad española si se tercia por las ventajas que eso entraña de cara a quien de verdad les interesa, los otros europeos, una legión de intelectuales tercemundistas de varia valía no titubea en pasar por caja y soltar la lengua para acusarnos de algo. Ahora, Fátima Mernissi, Premio Príncipe de Asturias en 2003 (sería bueno que alguna vez alguien explicase quién y cómo concede esos premios), vuelve a la carga para explotar el victimismo: “España y Occidente no se han liberado de las Cruzadas y eso es muy negativo”, proclama en el titular del diario a toda página y reconozcamos que una bola de pitufos autóctonos, acomplejados e ignorantes, les da cancha, les ríe las gracias y se esponja con felicidad morbosa ante las puyas. No es la primera vez que esta señora –afrancesada hasta la médula, buena viajera por el mundo y representativa del 5 % de las marroquíes- acusa a “Occidente” de cosas parecidas: en libros, o en la misma ceremonia de los premios en 2003, aprovecha para dejar bien sentada nuestra responsabilidad por la pésima comunicación entre musulmanes y occidentales. Autocrítica, cero, tanto por lo bien que aquí caen las acusaciones, como por su perfecta conciencia de que meterse en tales devaneos en un país musulmán es perjudicial para la salud.