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Eduardo Ulibarri

Bolivia en el precipicio

El Presidente debe manejarse con sumo cuidado entre reprimir el movimiento acudiendo al uso de la fuerza, o ceder ante las pretensiones de sus dirigentes e impulsar otra ley de hidrocarburos

Bolivia corre el riesgo del colapso. Escindida étnica y socialmente, con un sistema institucional paralizado, avanzando aceleradamente hacia la anarquía y con riesgo, incluso, de perder su unidad territorial, está a punto de entrar, como ya lo ha hecho Haití, en la categoría de “estado fallido” o ingobernable en el hemisferio.
 
Desde que, en octubre de 2003, y en medio de las protestas que produjeron 80 muertos, Gonzalo Sánchez de Lozada renunció a la Presidencia y abandonó el país, su vicepresidente y sustituto, Carlos Mesa, ha debido limitar su cargo a un constante, precario e improductivo ejercicio de equilibrismo: de fuerzas, poderes, intereses y objetivos.
 
Respetable y perseverante, pero inmerso en el vacío político y temeroso de una nueva confrontación social, a Mesa cada vez se le ha reducido más el terreno de maniobra y, por ende, la capacidad de dirigir al país y mantener el orden. El más reciente y grave ejemplo ha surgido a raíz de la aprobación y promulgación de la nueva Ley de hidrocarburos.
 
Su texto, que renueva la propiedad estatal de los hidrocarburos y eleva al 50 por ciento los impuestos y regalías que deben pagar los productores, no ha satisfecho a nadie.
 
Las empresas existentes (todas transnacionales), que la califican como confiscatoria, han anunciado acciones legales en su contra y el congelamiento de nuevas inversiones. Los grupos extremistas, encabezados por el diputado cocalero Evo Morales, la consideran demasiado débil, y han desatado una ola de protestas, marchas y amagos de huelga que, de nuevo, tienen en jaque a los 8,3 millones de bolivianos.
 
Incluso el presidente Mesa, insatisfecho con los cambios que introdujeron los legisladores a su versión original –que también era muy discutible–, y preocupado por la generalizada reacción adversa al texto, se rehusó a proclamar la ley, cosa que, finalmente, hizo el Congreso. Se abrió, así, un nuevo capítulo de enfrentamientos y un mayor signo de interrogación sobre la capacidad de Bolivia para sobrevivir como Estado.
La reacción de las compañías de hidrocarburos se ha limitado a los ámbitos jurídicos y de estrategia empresarial. No constituye, por ello, una amenaza a la integridad del país y sus instituciones.
 
El gran peligro viene de Evo Morales y sus aliados de grupos sindicales, indígenas y políticos, que han convertido a la agitación social en una herramienta de permanente chantaje contra el Gobierno y los ciudadanos. Gracias a esa estrategia, los bloqueos de vías y la paralización de actividades han resurgido en múltiples puntos del país.
 
El Presidente debe manejarse con sumo cuidado entre reprimir el movimiento acudiendo al uso de la fuerza, o ceder ante las pretensiones de sus dirigentes e impulsar otra ley de hidrocarburos, que se convertiría en un mecanismo para expropiar a las compañías actuales y volver a los oscuros tiempos del monopolio estatal del sector.
 
Pero, más allá de esta exigencia suicida para el país, que caería en la total inseguridad jurídica y quedaría al margen de las inversiones internacionales, la real pretensión de Morales y compañía es gobernar Bolivia, no por el poder de los votos, sino de la extorsión callejera.
 
Si sus pretensiones triunfaran, al daño institucional y económico se sumaría, casi con toda seguridad, el espectro de la división territorial: la región de Santa Cruz, la más rica y la menos proclive a la trasnochada demagogia nacionalista, ya ha dado muestras de querer mayor autonomía. Y aunque, por ahora, sus ímpetus se han canalizado dentro del marco constitucional, una ruptura total de la gobernabilidad podría precipitar hacia vías de hecho el separatismo de varios dirigentes santacruceños.
 
Solo una eficaz alianza nacional de ciudadanos y sectores responsables (políticos, gremiales, profesionales, académicos, étnicos, regionales y empresariales), para rechazar la agitación y respaldar activamente el Estado de derecho, podría evitar el colapso inmediato. Quizá, entonces, habría tiempo para que se realicen elecciones a una Asamblea Constituyente, que decida sobre el esquema institucional del país. Pero no existe ninguna garantía de que, con la dispersión, pugnas y desorientación actuales, esta sea una solución estable.
 
El pronóstico, en el mejor de los casos, debe ser muy reservado.

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