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Cristina Losada

El hechizo de la mujer pantera

El comunismo sigue gozando de bula. El conocimiento se demuestra inútil. No importa que estos héroes tengan crímenes a sus espaldas o los hayan respaldado. Al contrario, ahí está el quid del embrujo

Nuestro brillante editor de opinión y articulista, Fernando Díaz Villanueva, se me quejaba una vez de que hubiera tenido que ser él quien escribiera un libro aflojándole las tuercas y ajustándole las cuentas al mito del Che Guevara. Él, que no sé si había nacido cuando aquello de crear uno, dos, muchos Vietnam, y no alguno de los que por edad, necedad o ambas cosas, éramos de la cuerda ideológica del guerrillero. Al menos, no poníamos su póster en la habitación, que eso quedaría para los que ven los toros desde la barrera.
 
Puede que Fernando tuviera razón, pero para desmontar los mitos de la izquierda de los sesenta se necesitaría la paciencia y la dedicación de un Pio Moa. Y no sé si esas figuras merecen tal esfuerzo. Yo pensaba que no. Pensaba que los diosecillos del olimpo comunista habían caído de los altares tiempo ha, y que no era necesario raspar más el barniz para descubrir el barro, la mentira y la sangre de que estaban hechos. Las revelaciones se hallaban a la vista. La verdad del comunismo real y sus tentáculos se encontraba a pie de calle, o a pie de librería por lo menos.
 
Pero el río de la política de izquierdas no es el de Heráclito. Retorna el Che a las paredes y a las camisetas. Y retorna Angela Davis. Lo cierto es que no se había ido, pues gozaba de prestigio y honores académicos en los Estados Unidos. Nunca dejó de ser comunista, apoyó hasta el final al imperio soviético, invasión de Afganistán incluida, y sirvió a los Panteras Negras, que fue un grupo de delincuentes y traficantes de drogas ante cuyos crímenes prefirió cerrar los ojos la izquierda. Hoy son un mito, otro más para la procesión carnavalesca con la que se da gato por liebre a los imberbes.
 
En España acaba de estar Davis, y mira tú por donde: en el madrileño Círculo de Bellas Artes y en el barcelonés Museo de Arte Contemporáneo. En éste, la impenitente comunista –y por qué había de corregirse si le va de cine siéndolo– acudió a un taller de Tecnologías del género y micropolíticas de la identidad, uno de esos inventos del tebeo posmoderno con los que llenan la bolsa, a costa del contribuyente, los antisistema que no objetan a nutrirse, y muy bien por cierto, del sistema.
 
Ante el hechizo de la Davis, caía incluso la prensa conservadora, que ensalzaba su carisma, el encanto de su pelo afro y su aire a cantante de soul, además de su pasado político. El comunismo sigue gozando de bula. El conocimiento se demuestra inútil. No importa que estos héroes tengan crímenes a sus espaldas o los hayan respaldado. Al contrario, ahí está el quid del embrujo. No se llaman crímenes sino lucha armada y el espejismo de una violencia justiciera, siempre a prudencial distancia, excita cual afrodisíaco la imaginación de la progresía, como antaño los bandidos o las tribus salvajes excitaban la de la burguesía. Así entretienen su aburrimiento.
 
La persistencia del hechizo me preocupa, pero la Davis, que pasea por las universidades americanas cobrando cifras millonarias y accedió a la cátedra gracias a un programa diseñado para facilitar su entrada, no me interesa nada. Puestos a hablar de Angelas, me intriga más la señora Merkel, que mantuvo el tipo durante décadas en un régimen coercitivo y policial. El mismo régimen, el de Alemania oriental, que concedió a la alumna de Marcuse el Premio Lenin, el que había inventado el genocidio moderno.

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