Me sorprende que a estas alturas a alguien le extrañe la publicación, en The Sun y The New York Post, de las fotografías del dictador Sadam Husein en calzoncillos. Las imágenes serían asombrosas hace quince, diez años. No ahora. No después, en cualquier caso, de que quedasen registrados digitalmente los ataúdes de los caídos en Irak o los abusos cometidos en la cárcel de Abu Ghraib. Es lo mismo, aunque con diferentes protagonistas y en distintas circunstancias.
Según apunta el diario sensacionalista británico The Sun, las fotografías de Sadam en paños menores fueron filtradas por militares estadounidenses con la intención de "debilitar la moral de la insurrección iraquí". Como es lógico, su difusión no ha sentado demasiado bien en el ejército estadounidense, que ha procedido a abrir una investigación "exhaustiva" para ver de dónde parte la filtración de las imágenes, que contravienen la Convención de Ginebra y por la que el abogado del tirano solicita una indemnización de un millón de dólares.
La investigación "exhaustiva" del alto mando estadounidense podrá prosperar o perderse en el sueño del olvido. Lo que no variará, pase lo que pase, es la profusión de este tipo de casos. En 2005, hoy, mañana y pasado mañana, el sueño orwelliano del control total irá evaporándose paulatinamente gracias a Internet ( y con permiso de la SGAE). El autor de las imágenes de Sadam sólo hubiera necesitado dos herramientas para difundir, en apenas unos minutos, las fotografías por todo el mundo: una cámara digital y una conexión a Internet. Nada más. Es un avance inaudito.
El acceso al recinto donde el sátrapa pasa su condena en espera de juicio estará, a buen seguro, bien vigilado. Pero no lo suficiente como para que uno de los militares que le custodian colara una cámara digital. Pudo ser de tamaño mínimo (los gadgets que aparecían en las películas de James Bond han pasado de ser un imposible a convivir con nosotros con pasmosa rapidez) o estar incorporada en cualquier teléfono móvil. Sólo se necesita un poco de astucia para que no te pillen justo en el momento de hacer clic y colgar esas imágenes en Internet. El autor de los disparos optó por vendérselas al Imperio Murdoch, pero las podría haber publicado en cualquier photoblog. Cambian los medios, no los fines.
Los nuevos desarrollos tecnológicos están contribuyendo a hacernos la vida más sencilla. Y, al mismo tiempo, están minando la frontera que divide el lado privado del público. Infructuosamente, un paparazzi puede tirarse varias horas delante de la puerta de un famoso para captar el momento de su salida. Pero ese mismo famoso puede irse a cenar a un restaurante con su nueva pareja y sufrir los disparos imperceptibles de la cámara digital de la pareja que se sienta a su lado. Esa misma pareja puede crear un blog en cuestión de segundos y publicar las fotografías.